miércoles, 5 de septiembre de 2007

La ciudad y los perros


Tras el experimento literario menor, la doma de caballos, que supone para Vargas Llosa la escritura de los cuentos contenidos en 'Los jefes' (algunos de ellos evidentes abortos de novelas que nunca fraguaron) nos encontramos con su primera novela: 'La ciudad y los perros', una obra de inusitada madurez en forma, tema y contenido para la juventud del autor (27 años) y que, al mismo tiempo, no deja de reflejar las constantes de toda opera prima novelística al usar una viviencia real traumática, su estancia en el colegio militar Leoncio Prado, como punto de partida para su ficción dramatizada. Vargas Llosa, dentro del más puro realismo crítico, toma elementos de la realidad, los eleva mediante el prisma de la literatura y logra un mosaico que en apariencia se atiende a la forma básica del relato: introducción, nudo, desenlace. Pero que, mediante una arquitectura singular, se bifurca en un abanico de voces, flashbacks y anticipaciones que enriquecen los puntos de vista y la conceptualización básica del edificio narrativo.


La trama es bien conocida y harto sencilla: a raíz del robo de un examen de Química en el colegio militar Leoncio Prado por parte de unos cadetes de quinto, y de la delación del culpable a manos de un chico tímido y frecuentemente maltratado por los más duros del colegio, comienzan a aflorar las diferencias entre ellos, los odios soterrados y la deshumanización que les ha impuesto tres largos años de internado castrense. La novela es, dentro de la mejor tradición existencialista, la búsqueda de la rehumanización por parte de quienes se han visto privada de su humanidad natural para convertirse en 'hombres', proceso a la inversa de la novela de formación alemana, ya que aquí lo que se provoca es una deformación en todos los sentidos y ámbitos de actuación. Y en ese sentido me parece importante hacer notar la deformación o, digamos, la perversión de todo lo que es natural, sensible o bello producida por el corsé militar; ya que lo que se supone una educación no es tal. En el espacio psicológico del Leoncio Prado todos los elementos debemos leerlos en clave invertida: los alumnos no son alumnos sino perros, los profesores no son tal cosa sino militares desterrados en búsqueda de destinos mejores y ciegos a las normas militares; los exámenes son ejercicios de batalla y los ejercicios de batallas exámenes; los animales seres humanos y el ser humano animalizado y, por último, la formación de la personalidad deformación de la misma ya que lo único que los chicos aprenden en el colegio es a ser trileros, delincuentes y, en el mejor de los casos, a adquirir todos los vicios conocidos por pura rebeldía ante lo prohibido.


Es curioso, dentro de las viviencias de los muchachos que se nos describen prolijas en surtidos saltos de tiempo que Vargas Llosa ejecuta con habilidad, cómo el amor de una mujer nucleariza el drama y lo condensa en un trío fantasma y secreto. Tanto Alberto, 'el poeta', como Ricardo, 'el esclavo', como Jaguar se definen por tener dos nombres (aunque nunca sabremos el nombre de Jaguar), dos vidas por tanto: la de la institución militar y la civil; la de la ciudad y los perros que ellos son. Y esa doble vida esconde una pasión irrefrenable por Teresa, el objeto amatorio de los tres a diferentes niveles y en diferentes momentos que los iguala en una escala pasional a pesar de ser tipos humanos y sociales muy divergentes. Lo que el aparente igualitarismo por la violencia del Leoncio Prado no consigue con sus consignas, sus uniformes y sus marchas, lo consigue la pasión, lo que lleva a la pregunta: ¿para qué sirve exactamente la instrucción militar que reciben? Precisamente, según Vargas Llosa, para todo lo contrario, para arrojar del hombre aquello que le es más querido y por lo que está dispuesto siempre a luchar: la esperanza de una vida mejor donde sus sentimientos triunfen y sus deseos se vean colmados. La persecución implacable que entre los cadetes se hace de la sensibilidad ('o friegas o te friegan', llegan a decir en un momento) es lo que en última instancia provoca la delación de 'el esclavo' a sus superiores del hurto del examen y el surgimiento de la tragedia. Porque esos jóvenes, en medio de la brutalidad inmisericorde, se dan cuenta de que la única manera de progresar, de ser mejores personas, de respirar, es abandonar los muros del cuartel y abrazar el torso de la mujer que quieren. Por ello llega la traición: es el deseo de ser mejores personas, de recuperar su alma 'humana' lo que hace aflorar al chivato. 'El esclavo' no es culpable en la medida en que es el único, frente al petulante y ambiguo Alberto que no duda en pervertir sus dotes literarias para adquirir poder y espantar el fantasma de la sensibilidad femenina del escritor, que está dispuesto a darlo todo por escapar del encierro y ver a Teresa; está dispuesto a entregar a sus amigos, que él cree no le quieren, por sentirse un hombre. ¿Cómo no leer esto a la luz de los libros de Primo Levi, por ejemplo, y no emocionarse?


Por último reseñar lo curioso del título, la dicotomía que se establece desde el epígrafe entre la ciudad, con todo lo que esa palabra conlleva de carga semántica, histórica, etcéteram y los perros, como entidad animal alejada del espíritu ciudadano y definida por su bestialidad. La presencia siempre salvífica de la ciudad, llena de luz, de amigos, de paisajes, de vida, de cambio; frente a la uniformidad invariable del colegio, su tendencia a que nada cambie, a mantener el orden corrupto que lo sostiene detrás de sus muros pase lo que pase. La reivindicación del joven Llosa por la ciudad y los valores ciudadanos me parece importante para entender la particular ideología tan variable en el tiempo de este autor.

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