lunes, 7 de enero de 2008

-La bruja-


Todas las noches no, pero muchas me la encuentro dormida en el sofá con un libro entre las manos abierto y la lámpara, qué extraño, apagada, como si hubiera decidido dormir leyendo o como si leyera líneas que no puede ver. Creo que trabaja demasiado. Supongo que llega tarde del locutorio, se prepara una ensalada, se envuelve en su manta azul raída y lee hasta que le entra sueño. Apaga la luz y duerme en su postura favorita. Yo también me acuesto pronto y sueño con ella.

La cocina siempre está impoluta. La casa, al entrar, tiene un aire solitario, a piso de artista soltero. Los cuadros del pasillo me espían. Siento su muda presencia en el salón que lo llena todo. Procuro no hacer ruido, aunque las láminas del suelo me traicionan: crujen y tengo miedo de que se despierte, se levante y me clave sus fieros ojos inmensos reprochándome sin palabras mi torpe manera de andar. Tiene los ojos marrones y algo estrábicos, un poco, no mucho, queda bonito: alarga su mirada, le da profundidad y cierta flechada sensación de viscosa lujuria. Es una mirada que titila como un imán ante una mina de hierro caliente.

Con cuidado, si tengo valor, abro la puerta acristalada para ver su sombra echada. Otras veces me conformo con adivinar su contorno en el cristal. La cabeza reposada en el almohadón azulón, ya muy sudado por años de siestas, su largo cuello blanco retraído y la turgente curva pronunciada de sus pechos que acogen, a veces, sus piernas ovilladas. Pocas veces. Creo que le gusta más tenerlas estiradas, ligeramente abiertas. Me gustaría saber si preferiría que le comprara un diván, pero dudo. Romper su figura estática, ya fabricada en mi mente, e inventarme una nueva me parece una labor ingente. Es mejor dejar las cosas como están.

Al volver por el pasillo con el pijama ya puesto y la bata marrón mi primer deseo es lúbrico y carnal: abrir la puerta y echarme sobre ella, desnudarla. Nunca lo hago. Prefiero que sea ella quien llegue más tarde a la cama, con los ojos velados de sueño y trastabillando con fotos, cuadros y figuras de sal cruda, e invente lo que quiera, juegue o no hago nada y se duerma a mi lado respirando suavemente, como si elevara una pluma o fuera un fantasma. Alguna noche se lo hago con gran vergüenza. Ella no dice nada, ni siquiera gime, aunque noto sus inmensos ojos atravesándome el cráneo, mirando directamente al techo donde desfilan burlonas luces proyectadas. De niño me aterraban. También me he masturbado a su lado estando seguro, muy seguro, de que ella dormía profundamente. Nunca me ha dicho nada. Debe dárseme bien manejar y, al mismo tiempo, ser silencioso. Costumbre.

Lo que más me sucede es soñar con ella. Curioso dado que la tengo tan cerca. La sueño moviéndose, riéndose, haciendo puerilidades: columpiándose, caminando por un campo, hablándome con su media voz de cotorra de algo relacionado con el perdón y la vuelta al amor. También veo a sus padres. Nos tomamos un pelotazo de whisky, la madre un café, y hablamos de años pasados, del día que la madre cayó en el río con su hermana o del tío Tiquio, que hacía estraperlo y que una día iba a Carabé con tinajas de aceite y la Guardia Civil lo detuvo y lo vergajeó salvajemente. También del abuelo que se ahorcó en el corral con la cuerda del columpio. Nunca tengo sueños eróticos con ella. Será que no me hacen falta. Sólo la sueño besándome, pero castamente, casi un beso de princesa cursi o de niña babosa. En los labios, poco más.

Enciendo la radio para prepararme la cena. Desde hace algunos años, tres o cuatro, ya nunca escucho la música que ella ama, ni el programa que empieza con sonido de mar y luego siempre pincha cantantes griegas, artistas de los Balcanes, músicos vagabundos de Irlanda. He vuelto al rock suave, americano y británico, y al Liverpool de los sesenta: los Beatles, los Dakotas, los Pacemakers… Me siento culpable, es verdad. Pero también me pregunto si tengo yo toda la culpa o si el que ella se quede dormida, luego marche pronto a trabajar y casi nunca la vea no habrá influido en que empiece a detestarla, a ella y sus cosas. Antes era distinto todo. Me hablaba y yo escuchaba. Desde la discusión en la cafetería y me viaje a Sant las cosas cambiaron bastante. He de reconocerlo.

De hecho paso la mayor parte del día con Laura. No somos amantes, pero sigo su vida, sus viajes, su ascensión en el banco en que trabajamos. Hace un par de años incluso nos acostamos juntos unas semanas. Fue después de Sant, después de la discusión, después de tanto dolor. No creo que ella nunca lo supiera, aunque esos días estuvo fría y distante y, a partir de ahí, comenzó a alejarse más: tiró mis poemas a la basura, lo sé; las cartas que le escribí, y guardó las escasas fotografías juntos. Dejó de hablarme tanto, sólo lo imprescindible, y cada noche, al volver del trabajo, la casa comenzó a parecer vacía, sola, gigantesca como una cáscara de molusco muerto. Cierto sentimiento de culpa me impidió molestarla, gritar. ‘Es mejor’, pensé, ‘que vivamos así muchos años’. ‘Esto debe de ser la felicidad’.

Alguna vez, ante el televisor apagado, leyendo, sueño con ella. Me estremezco y el libro se me cae de las manos, y me quedo muy quieto auscultando el silencio por si fuera real. Pero nunca lo es. Me imagino a mí mismo abriendo la puerta de casa y sorprendiéndola dormida. ¿Eso era la felicidad? Sonrío como una bestia y vuelvo a pensar en Laura. La llamo, charlamos un rato y enseguida comenzamos a reírnos de la bruja.

sábado, 29 de diciembre de 2007

-El encuentro-


-El encuentro-

Volvía a casa con la carta de Mucientes en el bolsillo izquierdo de la chaqueta, un viejo amigo de Gadir, subíamos juntos hace ya casi cuatro años al Castillo de Almudena y jugábamos (a nuestra edad, ya veis) a disparar el cañón herrumbroso y ceremonial de de la torre de homenaje. Esa tarde le había enviado una felicitación navideña y, creía, había perdido la pluma Parker con la que había escrito. A mi lado dormitaba Gork pensando en la cena del día siguiente, y en el bar portátil que habíamos visto construir en Arenal para acoger una fiesta punk. Yo quería ir a la fiesta. Gork quería que cenáramos en su casa y celebráramos las Saturnales junto a Gon, que leyéramos a Catulo y Juvenal. Gon no quería ni una cosa ni la otra, sino cenar en un restaurante de Fernández del Campo, una calle lista a los atracos y con comedores turcos abiertos hacia la estafeta de Correos. Su restaurante es un gineceo de comensales rituales y servicio silencioso de fumadero de opio. En la lucha entre decuriones, senadores y ecuestres ganaron estos últimos: el restaurante, el retiro y el escondite del cazador. Aunque volviendo a casa ni Gork ni yo podíamos olvidar la majestuosa carpa blanca, aún vacía, presta a llenarse de furia. Con esa idea se bajó en su parada y yo me adormecí aún más en una plácida duermevela. Poco después lo vi.

Miento. No lo vi del todo. El vacío que creaba su tristeza alrededor condujo mis ojos a su rostro. Iba vestido de un modo invisible. No iba desnudo. Su ropa era pura ganga, no importaba nada, porque al mirarle sólo se veía, concentrada en un primer plano opaco, su cara. Al momento me recordó al leve sueño que acababa de tener y me pregunté si, acaso, no sería el mismo sueño hecho carne, proyección de mí mismo en esa alucinada hora donde uno no sabe quién le recomienda un libro, quién le susurra ‘al día siguiente a las 6 en el Café del Mercado’, quién le ordena ‘apúntate a ese taller’ o quién le besa en la boca sin permiso. Los idus que le precedían me hacían ser precavido: una figura que surgía de un sueño inconsistente, casi nube, y que tenía la misma carnalidad fría de un sorbo de agua bebido de rodillas en un arroyo.

Estaba leyendo. No pude ver el título. El libro tenía las guardas negras y parecía ribeteado con hilo de oro. La sensación es que estaba leyendo un ataúd y su cara, amarga, reflejaba la lividez cetrina de un muerto repentino. Llegaba mi parada. Parpadeé para mirarle mejor y alzó los ojos del ataúd para atisbar el andén vacío que me esperaba en cinco, seis, diez segundos más tarde. Allí estaba el yo del futuro en el andén y no miraba atrás. No sé por qué, pensé: ‘viene del sexo, y el sexo es el dolor’. ‘Viene de una noche de lujuria o ha sido lujuria antes de estar tan triste como para llevar su propio ataúd entre las manos y reflejar la amargura en el rictus de los labios, en el corte de pelo de época pasada que recuerda a fiesta junto a un río’.

Deseé que me mirara, pero no lo hizo. Deseé ser traspasado por el caudal de hielo de sus ojos y desaparecer en su río para regresar al primer segundo en que le vi, y que ya estaba, ese segundo, destruido, derribado por otros muchos. Quería asegurarme que era él. Se centró en su libro y las puertas del vagón se abrieron hacia el futuro, apenas entrevisto momentos antes, en el que él me estaba observando de espaldas con sus grandes ojos de cachorro ahorcado después de una mala jornada de caza. ¡Cuánto desengaño había en ellos!

Di dos pasos vacilantes. Fue necesario un tercero y al pasar frente a la corriente de aire de su boca noté cómo se iba deshaciendo y sobre sus ruinas se sentaba una señora y enfrente su hija con un bonito peinado garçon, unos ojos grandes y un libro magnífico que contaba la historia de una princesa que era violada y recorría la campiña en busca de justicia y no la encontraba. Luego creo que la princesa se convertía en un oso, era cazada y su corazón lo devoraba su propio violador mientras aún latía y sangraba. La chica, lo supe, venía de estar con su novio. La madre esto último no lo sabía. A ninguna de las dos les importaba lo más mínimo la sombra pálida que seguía leyendo ya ajena a todo, sin buscar nadie que le diera cuerpo, nadie que le importara su peste de soledad, su cúmulo de hojas podridas y flores secas en un bote de metal para lapiceros.

Sentí su mirada en mi nuca como un ojo gigantesco en el túnel amarillo eléctrico del suburbano y con su silencio en tiempo pretérito me fui escaleras arriba en busca del aire limpio, los bares abiertos y las cochambrosas figuras de placer. Comprendí que después de la muerte no hay futuro alguno, y que toda la vida posible es leer.

viernes, 28 de diciembre de 2007

El aceite de la vida


En noviembre de 1983, Lorenzo Odone, un niño de 5 años de Washinton (EE.UU), comenzó a notar graves problemas de movilidad. Los médicos, tras múltiples pruebas, le diagnosticaron Adrenoleucodistrofia (ALD), una enfermedad que provoca la pérdida de la capacidad de movimiento, luego del oído y el habla hasta que finalmente el afectado deja de respirar y muere. La esperanza de vida de Lorenzo era de 2 años.


Hoy Lorenzo está a punto de cumplir 29 años. Sus padres, Augusto y Micaela, no se resignaron al dictado de la ciencia médica y, sin conocimientos previos, investigando por su cuenta, consiguieron dar con el que hoy se conoce como 'Aceite de Lorenzo': un destilado especial de aceite que inhibe las largas cadenas de ácidos grasos causantes de la pérdida de mielina en los nervios y, por tanto, de la enfermedad.


Su héroica lucha de amor, obstinación y aplicación del razonamiento científico a una causa noble se vio reflejada en la película de 1992 'El aceite de la vida' (George Miller), interpretada por Susan Sarandon y Nick Nolte y que todavía hoy nos emociona con su dramatismo contenido, su mensaje de esperanza y sus bellas imágenes resaltadas por las inolvidables partituras clásicas de Bellini, Donizetti, Mahler y, sobre todo, el memorable y conmovedor 'Adaggio para cuerda', de Samuel Barber, que ya acompasaba el viaje a la muerte y la locura en 'Platoon' (Oliver Stone, 1985).






jueves, 27 de diciembre de 2007

-Sueño negro-



-Sueño negro-

te pido
que no vengas más noches
a levantar úlceras en mis sueños
a desvelar incómodas pasiones
desmejoradas con los años
hechas añicos
contra un suelo de barro

si te aburres
traviesa niña hertziana
quédate en los márgenes de mi cama
no sobornes a mis cuatro ángeles
que me la guardan
y estés aquí
estatua de ojos
con tu divertida voz de salitre

guardiana de los ríos de las fuentes
del orden en el deseo
origen primero
y palabra

domingo, 16 de diciembre de 2007

Agencia de periodistas sentimentales y ficticios


En mi condición de guerrero tártaro invisible no podía dejar pasar una oportunidad así: crear una agencia sentimental y ficticia de periodistas.
Se me ha ocurrido esta tarde mientras paseaba con Isabel, periodista también, por Indautxu. Ella silbaba una canción de una cantante puertorriqueña y yo, mentalmente, dibujaba las notas y figuras en el aire y las cambiaba de forma y color. Las ‘blancas’ pasaban a ser ‘azulonas’; las negras, rosa palo, y las redondas se convertían en trapecios. Miraba a Isabel e iba modelando una nueva manera de entender el pentagrama que rompiera con el aburrido grafismo en blanco y negro y llenara de luz puertorriqueña la escala. Finalmente, cuando estaba a punto de colgar las notas en los cables de alta tensión (cinco líneas paralelas ideales) para que la luz llegara a todo Bilbao empapada en ritmo caribe me he fijado en un objeto fantástico y lleno de posibilidades para la reducida población de guerreros tártaros invisibles que somos aún: una placa informativa en un portal.

Las placas informativas que anuncian abogados, consultoras financieras y especialidades médicas como la hidrología (¿una logia francmasona de arquitectos acuáticos?), la urología (¿un estudio para devolver la vida a los extintos uros?) o la medicina nuclear, que se define por sí misma, no pueden ser pasadas por alto por todo aquel que aspire a ser un habitante de los alrededores del lago Baikal, territorio original de los tártaros según textos turcos del siglo VIII.
Como buen guerrero que soy, valiente y salvaje, he mirado la placa y me he preguntado qué pasaría si, en una de ellas, en vez de hablar de uros, de logias francmasonas o de la guerra nuclear se anunciara una agencia sentimental y ficticia de periodistas, al uso de la de los detectives de las películas de Fritz Lang o las novelas de Raymond Chandler.

Una agencia fiticia de periodistas sentimentales daría muchos servicios a la sociedad, he pensado; y he estado a punto de decírselo a Isabel, pero para eso había que romper su tarareo y, la verdad, no me apetecía, porque con esa música ya tenía algo para nuestro futuro despacho: la radio. Isabel ha puesto la radio y yo me he dedicado a imaginar la decoración. Sería una estancia sobria y elegante, sin archivadores y en su lugar una gran espada en una vitrina que en la empuñadura tuviera grabado: ‘kara tatar’. Habría una mesa para mí y otra para ella. La suya, de ébano, evocaría en las molduras una playa puertorriqueña; y la mía, una mesa de castaño con ramas y hojas que se caigan en otoño, así se reforzaría la imagen ‘sentimental’, ‘muy sentimental’ que persigo para esta agencia ficiticia de periodistas sentimentales. Por supuesto haría falta la luz mortecina de una ventana con visillos, un perchero para dejar sombreros de hongo y unas máquinas de escribir Undewood y Remington. En uno de los cajones de las mesas debería haber una pistola con una sola bala. En otro, una petaca de whisky. También, una manzana, un pintalabios de carmín rojo y una fotografía de tiempos más felices, aunque dudo dónde ponerlos y a quién: sí a mí o a ella. Creo que le voy a dejar a ella la manzana y la fotgrafía, y el carmín para mí, aunque no me pinto los labios me puede venir bien para seducir a las bufadas señoronas que llegarán a nuestra agencia. Unas cortinas, una moqueta verde billar, una estufa que no funcione, unas grandes lámparas de mesa y papeles repartidos arbitrariamente en carpetas y portafolios de cartón completrían el cuadro.

Lo fascinante ha sido empezar a entrever ya algunos de los ‘casos’ que vamos a tener en nuestra agencia. He visto a un señor mayor que quiere salir en la primera página de un periódico a cinco columnas; a un joven muy tímido que necesita una crítica elogiosa suya para impresionar a la chica que le gusta; a un broker romántico que sólo quiere leer noticias felices de amores posibles, y a un payaso amargado que sólo quiere noticias tristes de amores imposibles. Estaba también el último maqui ardiendo por leer la noticia de que hubiera ganado la República la guerra, y un escritor amateur que sueña con unas páginas donde se diga que ha obtenido el Nobel. Sería un negocio fabuloso porque ¿quién no ansía ser reconocido?, ¿quién no siente el orgullo de aparecer en los papeles, de figurar en la historia, de dárselo a leer a la madre, aunque sea una historia falsa y unos papeles ficticios de un periódico inexistente para una madre muerta.?

Hemos dejado atrás la placa, Isabel ha silbado dos compases más y el tráfago en la oficina imaginaria, mientras, no paraba: ‘noticias locales de mi piso’, pedía alguien; ‘crónica de mis sueños’, reclamaba otro; ‘un reportaje sobre por qué se me quedan los pies fríos’, solicitaba otra voz. ‘Y una entrevista a mis bisabuelos’. ‘Una investigación sobre cómo mi marido gira la llave en el bombín’. ‘Un artículo para afear las costumbres de mi hermano en la mesa’. ‘Una editorial sobre los responsabilidad psicológica de los Reyes Magos’; ‘y la cartelera de mi DVD’; ‘la contraportada con mis fotos del fin de semana’; ‘y un Telediario para contar a mis hijos qué he hecho durante el día’; ‘y un programa de radio’, añadía una última voz, ‘un programa de radio con la voz de ella, que se ha ido, para todas las noches poder escuchar su voz en mi almohada.’

Luego nos hemos perdido un poco más en las calles oscuras de Bilbao bajo su noche densa de caldo frío. Hemos hablado de personas que no pueden comunicarse y de gente que necesita abrazos. Especies que no están en peligro de extinción. Nuestra agencia ficticia paliaría en parte la primera necesidad; para la segunda va a haber que recurrir a la anatomía o poner una cristalera al corazón que lo haga transparente, donde se asome por las tardes a coser, hable y todos los vecinos puedan entender que necesita un abrazo, una caricia o media sonrisa. Al cruar la calle he mirado por el rabillo del ojo nuestro despacho flotante sobre el barrio de Indautxu, como un plato lleno de estrellas, donde suena música caribeña todo el día y las personas tocan a su puerta invisible para pasar a la historia. Cobramos 25 euros, más gastos, la noticia.

sábado, 15 de diciembre de 2007

Guerreros tártaros


Todo lo que sé del escritor luso Virgilio Ferreira es que hay que leerle por la noche con una copa de vino en la mano y que está muerto. Que está muerto lo conozco porque volví las guardas de un libro suyo en la biblioteca municipal de Bilbao y allí lo decía bien claro. Evidencia documental. Lo de la copa de vino me lo dijo un profesor hace dos años en la universidad. Yo aspiraba a ser crítico de literatura en un periódico, y para eso me matriculaba en todas las asignaturas que creía relacionadas: 'Periodismo cultural', 'Géneros de opinión', 'Literatura universal', 'Técnicas de literatura española contemporánea...' En una de ellas, no recuerdo en cuál, el profesor, un corajudo borrachín, nos dijo que había que leer al 'exquisito' Virgilio Ferreira, pero sólo por la noche, con la televisión rigurosamente apagada y con una copa de espumoso en la mano.


Aunque odio el espumoso una noche me preparé una copa, me senté en la sala delante del televisor rigurosamente apagado y me dispuse a leer a Virgilio Ferreira, sólo que no leí a Ferreira, a saber por qué, sino que me lancé a los imprevisibles brazos de otro portugués: Antonio Lobo Antunes, un escritor que conoció la guerra de Angola, que escribió cartas de despedida a su reciente mujer y que después se hizo médico para no ejercer nunca la profesión y desaparecer en su despacho a escribir sus novelas, novelas escritas a espasmos torrenciales donde las ideas se cruzan y los personajes, a capricho, aparecen y desaparecen o nos hablan desde detrás de una piedra en el desierto.


Eso es todo lo que sabía de Ferreira hasta el otro día, cuando di en Internet con el blog de un escritor argentino que aseguraba en una entrada que 'se parapetaba' detrás de un libro de Ferreira en el metro de Buenos Aires. El verbo parapetar es curioso y tiene algo de vieja filosofía ateniense. Es un verbo casi peripatético, aunque uno no se pueda parapetar de pie y dando vueltas sino que deba parapetarse en una fortaleza asediada, por ejemplo, para desaparecer en ella y no ser invadido. El escritor porteño, parapetado aunque sentado quizá, observaba 'al resto de pasajeros del vagón' como si fueran una noche medieval que andara por sus calles. Él en su fortaleza asediada medieval y ellos realizando su 'grotesco espectáculo' de estar absortos en la 'nadería' de sus pensamientos o 'hundidos' (otro verbo medievalizante) en la lectura de 'periódicos gratuitos, atrasados suplementos dominicales y libros de pseudoliteratura'.


El recuerdo vaporoso de Virgilio Ferreira y mi total desconocimiento de él, aparte de saber que estaba muerto, me animó a dejarle un comentario sobre la literatura que surge de los transportes públicos y creo que cité a un autor muy dado a desaparecer, Enrique Vila Matas; a un escritor inglés que está hundido en los fangos de la lengua española, Roger Wolfe; y a una escritora que se parapetaba detrás de sus cuadernos y que también murió, Carmen Martín Gaite.


Al poco me encontré una respuesta del escritor bonaerense donde aseguraba que su narración, titulada 'Escena diurna', era en realidad una reposición motivada por mi anterior entrada en esta bitácora, llamada 'Travesía del desierto', en la que yo hablaba de viajes en metro, de vagas posibilidades de futuro y de desiertos remotos. 'Decidí rescatarlo', decía su comentario, y me imaginé alguien hundido en un foso medieval o parapetado en una fortaleza en Jaffa con la necesidad de ser rescatado ante la última carga de la caballería de Saladino, ejército enemigo que enseguida me trajo memoria de Drago, aquel oficial de la novela de Dino Buzzatti que acampaba frente al remoto desierto de los tártaros y desaparecía de la vista de sus seres queridos y de la vida.


Abrumado por tanta desaparición seguí leyendo los comentarios del blog del escritor argentino por puro entretenimiento y recreo y me encontré un comentario curioso. Una compatriota suya afirmaba que 'ciertos personajes' sólo se encontraban en el 'subte' (el metro) rioplatense. Al momento me sentí alarmado porque en mi anterior narración, en primera persona, yo me había postulado como personaje de la misma y, por tanto, si lo que aquella mujer aseguraba era cierto, yo sólo existía en un 'subte' de Buenos Aires y llevaba 28 años morando allí y no en Bilbao como creía. Un desplazamiento interno de las costillas me provocó un dolor de corazón inexistente y seguí leyendo a descompás.


La comentarista del escritor seguía: 'Parece como si las profundidades por donde transcurre el metro, los atrajera más que la superficie.' Dolor inexistente que casi me ahoga. 'También a mí -pensé- me atraen más las profundidades del metro que la superficie, a pesar de que la superficie es todo mi mundo o, mejor dicho, toda mi calle.' Continúe leyendo: 'Me gusta el juego de contrastes'. Respiré hondo y traté de masajearme la zona donde latía mi dolor inexistente. Me abismé (me hundí) más en mis pensamientos y recordé las coincidencias entre Virgilio Ferreira, el suceso del metro, la narración 'repuesta' del escritor y el hecho de desaparecer y parapetarse detrás de una fortaleza medieval que, en realidad, está en el subte de la capital argentina.


La nota de la comentarista del escritor acababa mezclando en el mismo espacio al 'resto de personajes del vagón' con 'las frases de un poeta portugués' (Virgilio Ferreira) que hablaba en un poema de 'una noche medieval que andara por sus calles'. Algo que yo he escrito más arriba sin saber que es de Ferreira y que ahora me sorprende. Porque si soy capaz de citar a Ferreira sin haberle leído puede que hace dos años, con la copa de espumoso en la mano, leyera al poeta luso y no al prosista y epistolista a su reciente mujer Lobo Antunes y que, toda la literatura que yo atribuyo a Antunes, sea en realidad la de Virgilio Ferreira; de lo que se deduce que cabe la posibilidad de que no me haya pasado 28 años en el 'subte' porteño sino en mi mundo, en mi calle, y que, en realidad, hasta Virgilio Ferreira sea sólo invención de mi mundo, una patente literaria y que yo lo haya abismado, lo haya hecho desaparecer, lo haya parapetado de pie tras un muro romano de opus testaceum para evitar la invasión de los guerreros tártaros.


'Se puede comprobar en Internet cómo Virgilio Ferreira ha desaparecido para convertirse en fotógrafo y en futbolista de un equipo español que participó en las copas América y Mercosur. Sin embargo, en el subte de Buenos Aires, en el Metro de Bilbao, y en esta narración, Virgilio Ferreira sigue siendo un poeta portugués que anda en las calles medievales y se abisma en ellas, se parapeta en forma de novela o poema y desaparece para reencarnarse en nuestra mirada. 'Una historia dentro de una historia', así acababa la nota, apostilla o comentario de la comentarista del escritor argentino que había repuesto 'Escena diurna' como una respuesta a mi 'Travesía del desierto'.

Una historia dentro de una historia que abarca distintas épocas, ciudades y desiertos a distancias remotas, libros como parapetos y autores irrealmente desaparecidos. Sé poco sobre Virgilio Ferreira, el escritor invisible convertido en futbolista y fotógrafo, pero me pregunto si en el tránsito de líneas de metro y en el pulular de comentarios sobre personajes siniestros que habitan la ficción, no nos habremos convertido en guerreros tártaros invisibles que acechan los baluartes de la realidad donde se parapetan los que no tienen fantasía.

Es duro saberlo. Como guerreros tártaros invisibles necesitaremos agudizar los sentidos y sacar brillo a nuestras armas. Necesitaremos aprender a cabalgar la vida cotidiana y a ponerla en peligro constantemente atacándola. Necesitaremos aprender a desconfiar del correo del Zar y comportarnos como rebeldes silenciosos, saboteándola sin que Drago nos divise desde la atalaya de su fortaleza sin tiempo. Es importante saber que no existimos, pero que aspiramos a tomar Kolyvan al asalto y rugir como bestias parapetados desde cualquier libro o teclado.

jueves, 13 de diciembre de 2007

-Travesía del desierto-




Volví a casa el martes después de haber estado con Kepa dándole al trago en el Casco Viejo: una caña y un zurito. Habíamos hablado de vagas posibilidades de futuro y de desiertos remotos, dos temas que nos apasionan. Salimos del Aurkia, un bar que suele cambiar de nombre y apariencia, y nos despedimos en la estación de metro: él subió a Begoña y yo me fui hacia Cruces; las referencias místicas o cristológicas son casuales en ambos casos y alguien que sea de Bizkaia se las confirmará. Existen.


Fui todo el viaje leyendo 'El Mundo', la nueva novela de Juan José Millas, no me juzguen mal, y pensando en las vagas posibilidades de futuro que tengo y en los desiertos remotos que habré de afrontar. En un momento dado leí en la novela: 'La lectura y la escritura son también espacios desde los que no siempre, pero de vez en cuando, se ve la calle, quiero decir la Calle, o sea, el mundo' (p. 105), y deseé tener el lápiz que no tenía para subrayarlo, así que lo subrayé mentalmente con ese 'deseo' añadido que es algo más que subrayar: una cosa es trazar una vulgar línea de grafito bajo unos versos o unas líneas que te inspiren y otra no subrayar, pero con deseo. El deseo de subrayar subraya de forma indeleble, como el deseo de engañar, por ejemplo, ya es engaño, o el deseo de desear es una forma de deseo casi lujuriosa.


Entre deseos lujuriosos, desiertos remotos, subrayados mentales y vagas posibilidades llegó mi parada. Me bajé (o no me bajé de nada, simplemente abandoné el vagón del metro), subí las escaleras y esperé con paciencia ante la puerta cerrada del ascensor. En ese momento acababa el capítulo titulado 'La calle' y nada más a propósito, efectivamente, yo también iba a la calle. Con un 'Pero ignoro qué iba a ser.' (como mi desierto o como mis vagas posibilidades de futuro) se acabó el capítulo y, al mismo tiempo, llegó el ascensor.


Una mujer esperaba a mi espalda con una silla de niño vacía (ahora que lo pienso es muy raro que viajara con una silla vacía, pero puede que, como el bar Aurkia, también la silla tuviera derecho a cambiar de nombre y apariencia cada cierto tiempo y no ser simplemente una 'silla de niño' sino ser un 'complemento' y aparentar, por ejemplo, la fisonomía de un bolso de marca. Lo del bolso de marca es algo snob, lo reconozco, pero quería que para la pobre crisálida que es la 'silla de niño' supusiera una mariposa digna y no recurrir a una triste oruga parecida. Hay que dar dignidad a las metáforas.). Volví del desierto remoto de la lectura ignorando el futuro y pensando en la calle, en mi calle, desde la que también se ve el mundo, y, galante, dejé pasar primero a la señora con la 'silla de niño' vacía que se creía un bolso Gucci. Los dos me sonrieron.


Aunque el ascensor no iba muy lleno (nosotros tres -no sé por qué hago piña con la señora y su silla que se cree bolso, será porque me hace ilusión formar parte de algo- y unas señoras mayores canosas), la señora, la madre, apretó la silla contra la pared de fondo aplastándola hasta convertirla en algo muy parecido a un bolso para dejar más espacio libre. En ese momento las señoras mayores se asustaron y saliendo del desierto remoto de su edad, barajando las posibilidades y extrapolando su mundo, su calle, al de la madre le gritaron:


-¿Pero qué hace usted con su niño?


Creo que oí el grito de decepción de la silla que, sí, volvía a ser simplemente una 'silla de niño' y no el bolso Gucci que imaginó por momentos. La madre giró la cabeza y les respondió: 'Iba a hacer esto si llevara a mi niño aquí'. Cuando la volvió, sonrió para sus adentros y me lanzó una mirada cómplice que destilaba vagas posibilidades de futuro y desiertos remotos por recorrer. Yo la sonreí también. Tenía los ojos oscuros.


Las señoras se atusaron el cabello canoso y siguieron comentando a mis espaldas las vagas posibilidades de que hubiera un niño o no, de que fuera en esa silla plegable o que la silla no fuera tal sino otra cosa. El ascensor llegó a la calle, volví a ceder el paso a la señora de la silla, ya convertida totalmente en 'la madre' (sólo una madre haría esas cosas) y salí detrás de ella unos pasos. Se perdió camino del hospital. En ese momento pensé que igual su hijo estaba enfermo y que por eso no iba en la silla sino que, remoto, se encontraba con otro nombre y otra apariencia, una mascarilla de Ventolín en la cara para respirar mejor por ejemplo, en ese hospital desde donde se ve el mundo, pero donde el mundo no acude nunca.


Me interné en mi calle, en mi mundo, y según iba pisando las hojas secas que crepitaban bajo mis zapatillas volví a pensar en mis vagas posibilidades de futuro y, cómo no, también en mis desiertos remotos.

-Infantil-




-Infantil-



Escribo el recuerdo


de una niñez robada


por una voz metálica


que me dijo: 'Tú no puedes


ir'.



Años después descubrí


que llevaban siglos


esperándome.




'Eras tú quien no quería venir'.



Fui entonces.


Allí ya no cabía mi cuerpo.

martes, 11 de diciembre de 2007

-El grito-




-El grito-

Bajo toda la fuerza de la sinrazón,
en el motor oscuro de un sueño furioso,
creí oír el maullido feroz
de un gato muerto de hambre.

Hay veces en que el grito oscuro
surge de los bronquios
más rotos de amor
que puedan imaginarse.

-Perorata del jilguero-


-Perorata del jilguero-


Quieren arrancarnos nuestras alas
y dejarnos sin vuelo.

No se conforman con ser ya
los que estancan el pan,
barren el suelo,
cosechan los granos secos.

¡No!

Además quieren que perdamos la facultad de vuelo,
la única que nos diferencia de ellos,
esos repugnantes seres humanos
tan dóciles, tan mansos,
tan apegados al suelo.

Ya nos encerraron, hermanos,
en sus jaulas (algunas doradas);
ya nos obligaron a entonar trinos,
cantos;
los domingos por la mañana concursaban
en el prado
por ver quién tenía el esclavo
más canoro
(había esclavos satisfechos,
por cierto);
otros se vieron forzados a aprender
su repugnante, átono
y desafinado
modo de comunicarse
('loros' los llamaban
y a cambio les pagaban pipas secas);
porque ya arrojaron nuestros cuerpos
al sumidero
cuando ni canto, ni color,
ni alegría les llevábamos
(estábamos muertos);
porque ya sufrimos demasiado la humillación
de procrear delante de sus ojos,
habrá que levantarse de los alambres, los árboles,
los columpios de plástico,
habrá que alzar los picos al cielo
para decirles que nunca
les dejaremos
arrancar nuestras alas,
cortar nuestras alas,
convertirnos en ellos.

Nuestras alas con las que
batimos al viento.