sábado, 29 de diciembre de 2007

-El encuentro-


-El encuentro-

Volvía a casa con la carta de Mucientes en el bolsillo izquierdo de la chaqueta, un viejo amigo de Gadir, subíamos juntos hace ya casi cuatro años al Castillo de Almudena y jugábamos (a nuestra edad, ya veis) a disparar el cañón herrumbroso y ceremonial de de la torre de homenaje. Esa tarde le había enviado una felicitación navideña y, creía, había perdido la pluma Parker con la que había escrito. A mi lado dormitaba Gork pensando en la cena del día siguiente, y en el bar portátil que habíamos visto construir en Arenal para acoger una fiesta punk. Yo quería ir a la fiesta. Gork quería que cenáramos en su casa y celebráramos las Saturnales junto a Gon, que leyéramos a Catulo y Juvenal. Gon no quería ni una cosa ni la otra, sino cenar en un restaurante de Fernández del Campo, una calle lista a los atracos y con comedores turcos abiertos hacia la estafeta de Correos. Su restaurante es un gineceo de comensales rituales y servicio silencioso de fumadero de opio. En la lucha entre decuriones, senadores y ecuestres ganaron estos últimos: el restaurante, el retiro y el escondite del cazador. Aunque volviendo a casa ni Gork ni yo podíamos olvidar la majestuosa carpa blanca, aún vacía, presta a llenarse de furia. Con esa idea se bajó en su parada y yo me adormecí aún más en una plácida duermevela. Poco después lo vi.

Miento. No lo vi del todo. El vacío que creaba su tristeza alrededor condujo mis ojos a su rostro. Iba vestido de un modo invisible. No iba desnudo. Su ropa era pura ganga, no importaba nada, porque al mirarle sólo se veía, concentrada en un primer plano opaco, su cara. Al momento me recordó al leve sueño que acababa de tener y me pregunté si, acaso, no sería el mismo sueño hecho carne, proyección de mí mismo en esa alucinada hora donde uno no sabe quién le recomienda un libro, quién le susurra ‘al día siguiente a las 6 en el Café del Mercado’, quién le ordena ‘apúntate a ese taller’ o quién le besa en la boca sin permiso. Los idus que le precedían me hacían ser precavido: una figura que surgía de un sueño inconsistente, casi nube, y que tenía la misma carnalidad fría de un sorbo de agua bebido de rodillas en un arroyo.

Estaba leyendo. No pude ver el título. El libro tenía las guardas negras y parecía ribeteado con hilo de oro. La sensación es que estaba leyendo un ataúd y su cara, amarga, reflejaba la lividez cetrina de un muerto repentino. Llegaba mi parada. Parpadeé para mirarle mejor y alzó los ojos del ataúd para atisbar el andén vacío que me esperaba en cinco, seis, diez segundos más tarde. Allí estaba el yo del futuro en el andén y no miraba atrás. No sé por qué, pensé: ‘viene del sexo, y el sexo es el dolor’. ‘Viene de una noche de lujuria o ha sido lujuria antes de estar tan triste como para llevar su propio ataúd entre las manos y reflejar la amargura en el rictus de los labios, en el corte de pelo de época pasada que recuerda a fiesta junto a un río’.

Deseé que me mirara, pero no lo hizo. Deseé ser traspasado por el caudal de hielo de sus ojos y desaparecer en su río para regresar al primer segundo en que le vi, y que ya estaba, ese segundo, destruido, derribado por otros muchos. Quería asegurarme que era él. Se centró en su libro y las puertas del vagón se abrieron hacia el futuro, apenas entrevisto momentos antes, en el que él me estaba observando de espaldas con sus grandes ojos de cachorro ahorcado después de una mala jornada de caza. ¡Cuánto desengaño había en ellos!

Di dos pasos vacilantes. Fue necesario un tercero y al pasar frente a la corriente de aire de su boca noté cómo se iba deshaciendo y sobre sus ruinas se sentaba una señora y enfrente su hija con un bonito peinado garçon, unos ojos grandes y un libro magnífico que contaba la historia de una princesa que era violada y recorría la campiña en busca de justicia y no la encontraba. Luego creo que la princesa se convertía en un oso, era cazada y su corazón lo devoraba su propio violador mientras aún latía y sangraba. La chica, lo supe, venía de estar con su novio. La madre esto último no lo sabía. A ninguna de las dos les importaba lo más mínimo la sombra pálida que seguía leyendo ya ajena a todo, sin buscar nadie que le diera cuerpo, nadie que le importara su peste de soledad, su cúmulo de hojas podridas y flores secas en un bote de metal para lapiceros.

Sentí su mirada en mi nuca como un ojo gigantesco en el túnel amarillo eléctrico del suburbano y con su silencio en tiempo pretérito me fui escaleras arriba en busca del aire limpio, los bares abiertos y las cochambrosas figuras de placer. Comprendí que después de la muerte no hay futuro alguno, y que toda la vida posible es leer.

viernes, 28 de diciembre de 2007

El aceite de la vida


En noviembre de 1983, Lorenzo Odone, un niño de 5 años de Washinton (EE.UU), comenzó a notar graves problemas de movilidad. Los médicos, tras múltiples pruebas, le diagnosticaron Adrenoleucodistrofia (ALD), una enfermedad que provoca la pérdida de la capacidad de movimiento, luego del oído y el habla hasta que finalmente el afectado deja de respirar y muere. La esperanza de vida de Lorenzo era de 2 años.


Hoy Lorenzo está a punto de cumplir 29 años. Sus padres, Augusto y Micaela, no se resignaron al dictado de la ciencia médica y, sin conocimientos previos, investigando por su cuenta, consiguieron dar con el que hoy se conoce como 'Aceite de Lorenzo': un destilado especial de aceite que inhibe las largas cadenas de ácidos grasos causantes de la pérdida de mielina en los nervios y, por tanto, de la enfermedad.


Su héroica lucha de amor, obstinación y aplicación del razonamiento científico a una causa noble se vio reflejada en la película de 1992 'El aceite de la vida' (George Miller), interpretada por Susan Sarandon y Nick Nolte y que todavía hoy nos emociona con su dramatismo contenido, su mensaje de esperanza y sus bellas imágenes resaltadas por las inolvidables partituras clásicas de Bellini, Donizetti, Mahler y, sobre todo, el memorable y conmovedor 'Adaggio para cuerda', de Samuel Barber, que ya acompasaba el viaje a la muerte y la locura en 'Platoon' (Oliver Stone, 1985).






jueves, 27 de diciembre de 2007

-Sueño negro-



-Sueño negro-

te pido
que no vengas más noches
a levantar úlceras en mis sueños
a desvelar incómodas pasiones
desmejoradas con los años
hechas añicos
contra un suelo de barro

si te aburres
traviesa niña hertziana
quédate en los márgenes de mi cama
no sobornes a mis cuatro ángeles
que me la guardan
y estés aquí
estatua de ojos
con tu divertida voz de salitre

guardiana de los ríos de las fuentes
del orden en el deseo
origen primero
y palabra

domingo, 16 de diciembre de 2007

Agencia de periodistas sentimentales y ficticios


En mi condición de guerrero tártaro invisible no podía dejar pasar una oportunidad así: crear una agencia sentimental y ficticia de periodistas.
Se me ha ocurrido esta tarde mientras paseaba con Isabel, periodista también, por Indautxu. Ella silbaba una canción de una cantante puertorriqueña y yo, mentalmente, dibujaba las notas y figuras en el aire y las cambiaba de forma y color. Las ‘blancas’ pasaban a ser ‘azulonas’; las negras, rosa palo, y las redondas se convertían en trapecios. Miraba a Isabel e iba modelando una nueva manera de entender el pentagrama que rompiera con el aburrido grafismo en blanco y negro y llenara de luz puertorriqueña la escala. Finalmente, cuando estaba a punto de colgar las notas en los cables de alta tensión (cinco líneas paralelas ideales) para que la luz llegara a todo Bilbao empapada en ritmo caribe me he fijado en un objeto fantástico y lleno de posibilidades para la reducida población de guerreros tártaros invisibles que somos aún: una placa informativa en un portal.

Las placas informativas que anuncian abogados, consultoras financieras y especialidades médicas como la hidrología (¿una logia francmasona de arquitectos acuáticos?), la urología (¿un estudio para devolver la vida a los extintos uros?) o la medicina nuclear, que se define por sí misma, no pueden ser pasadas por alto por todo aquel que aspire a ser un habitante de los alrededores del lago Baikal, territorio original de los tártaros según textos turcos del siglo VIII.
Como buen guerrero que soy, valiente y salvaje, he mirado la placa y me he preguntado qué pasaría si, en una de ellas, en vez de hablar de uros, de logias francmasonas o de la guerra nuclear se anunciara una agencia sentimental y ficticia de periodistas, al uso de la de los detectives de las películas de Fritz Lang o las novelas de Raymond Chandler.

Una agencia fiticia de periodistas sentimentales daría muchos servicios a la sociedad, he pensado; y he estado a punto de decírselo a Isabel, pero para eso había que romper su tarareo y, la verdad, no me apetecía, porque con esa música ya tenía algo para nuestro futuro despacho: la radio. Isabel ha puesto la radio y yo me he dedicado a imaginar la decoración. Sería una estancia sobria y elegante, sin archivadores y en su lugar una gran espada en una vitrina que en la empuñadura tuviera grabado: ‘kara tatar’. Habría una mesa para mí y otra para ella. La suya, de ébano, evocaría en las molduras una playa puertorriqueña; y la mía, una mesa de castaño con ramas y hojas que se caigan en otoño, así se reforzaría la imagen ‘sentimental’, ‘muy sentimental’ que persigo para esta agencia ficiticia de periodistas sentimentales. Por supuesto haría falta la luz mortecina de una ventana con visillos, un perchero para dejar sombreros de hongo y unas máquinas de escribir Undewood y Remington. En uno de los cajones de las mesas debería haber una pistola con una sola bala. En otro, una petaca de whisky. También, una manzana, un pintalabios de carmín rojo y una fotografía de tiempos más felices, aunque dudo dónde ponerlos y a quién: sí a mí o a ella. Creo que le voy a dejar a ella la manzana y la fotgrafía, y el carmín para mí, aunque no me pinto los labios me puede venir bien para seducir a las bufadas señoronas que llegarán a nuestra agencia. Unas cortinas, una moqueta verde billar, una estufa que no funcione, unas grandes lámparas de mesa y papeles repartidos arbitrariamente en carpetas y portafolios de cartón completrían el cuadro.

Lo fascinante ha sido empezar a entrever ya algunos de los ‘casos’ que vamos a tener en nuestra agencia. He visto a un señor mayor que quiere salir en la primera página de un periódico a cinco columnas; a un joven muy tímido que necesita una crítica elogiosa suya para impresionar a la chica que le gusta; a un broker romántico que sólo quiere leer noticias felices de amores posibles, y a un payaso amargado que sólo quiere noticias tristes de amores imposibles. Estaba también el último maqui ardiendo por leer la noticia de que hubiera ganado la República la guerra, y un escritor amateur que sueña con unas páginas donde se diga que ha obtenido el Nobel. Sería un negocio fabuloso porque ¿quién no ansía ser reconocido?, ¿quién no siente el orgullo de aparecer en los papeles, de figurar en la historia, de dárselo a leer a la madre, aunque sea una historia falsa y unos papeles ficticios de un periódico inexistente para una madre muerta.?

Hemos dejado atrás la placa, Isabel ha silbado dos compases más y el tráfago en la oficina imaginaria, mientras, no paraba: ‘noticias locales de mi piso’, pedía alguien; ‘crónica de mis sueños’, reclamaba otro; ‘un reportaje sobre por qué se me quedan los pies fríos’, solicitaba otra voz. ‘Y una entrevista a mis bisabuelos’. ‘Una investigación sobre cómo mi marido gira la llave en el bombín’. ‘Un artículo para afear las costumbres de mi hermano en la mesa’. ‘Una editorial sobre los responsabilidad psicológica de los Reyes Magos’; ‘y la cartelera de mi DVD’; ‘la contraportada con mis fotos del fin de semana’; ‘y un Telediario para contar a mis hijos qué he hecho durante el día’; ‘y un programa de radio’, añadía una última voz, ‘un programa de radio con la voz de ella, que se ha ido, para todas las noches poder escuchar su voz en mi almohada.’

Luego nos hemos perdido un poco más en las calles oscuras de Bilbao bajo su noche densa de caldo frío. Hemos hablado de personas que no pueden comunicarse y de gente que necesita abrazos. Especies que no están en peligro de extinción. Nuestra agencia ficticia paliaría en parte la primera necesidad; para la segunda va a haber que recurrir a la anatomía o poner una cristalera al corazón que lo haga transparente, donde se asome por las tardes a coser, hable y todos los vecinos puedan entender que necesita un abrazo, una caricia o media sonrisa. Al cruar la calle he mirado por el rabillo del ojo nuestro despacho flotante sobre el barrio de Indautxu, como un plato lleno de estrellas, donde suena música caribeña todo el día y las personas tocan a su puerta invisible para pasar a la historia. Cobramos 25 euros, más gastos, la noticia.

sábado, 15 de diciembre de 2007

Guerreros tártaros


Todo lo que sé del escritor luso Virgilio Ferreira es que hay que leerle por la noche con una copa de vino en la mano y que está muerto. Que está muerto lo conozco porque volví las guardas de un libro suyo en la biblioteca municipal de Bilbao y allí lo decía bien claro. Evidencia documental. Lo de la copa de vino me lo dijo un profesor hace dos años en la universidad. Yo aspiraba a ser crítico de literatura en un periódico, y para eso me matriculaba en todas las asignaturas que creía relacionadas: 'Periodismo cultural', 'Géneros de opinión', 'Literatura universal', 'Técnicas de literatura española contemporánea...' En una de ellas, no recuerdo en cuál, el profesor, un corajudo borrachín, nos dijo que había que leer al 'exquisito' Virgilio Ferreira, pero sólo por la noche, con la televisión rigurosamente apagada y con una copa de espumoso en la mano.


Aunque odio el espumoso una noche me preparé una copa, me senté en la sala delante del televisor rigurosamente apagado y me dispuse a leer a Virgilio Ferreira, sólo que no leí a Ferreira, a saber por qué, sino que me lancé a los imprevisibles brazos de otro portugués: Antonio Lobo Antunes, un escritor que conoció la guerra de Angola, que escribió cartas de despedida a su reciente mujer y que después se hizo médico para no ejercer nunca la profesión y desaparecer en su despacho a escribir sus novelas, novelas escritas a espasmos torrenciales donde las ideas se cruzan y los personajes, a capricho, aparecen y desaparecen o nos hablan desde detrás de una piedra en el desierto.


Eso es todo lo que sabía de Ferreira hasta el otro día, cuando di en Internet con el blog de un escritor argentino que aseguraba en una entrada que 'se parapetaba' detrás de un libro de Ferreira en el metro de Buenos Aires. El verbo parapetar es curioso y tiene algo de vieja filosofía ateniense. Es un verbo casi peripatético, aunque uno no se pueda parapetar de pie y dando vueltas sino que deba parapetarse en una fortaleza asediada, por ejemplo, para desaparecer en ella y no ser invadido. El escritor porteño, parapetado aunque sentado quizá, observaba 'al resto de pasajeros del vagón' como si fueran una noche medieval que andara por sus calles. Él en su fortaleza asediada medieval y ellos realizando su 'grotesco espectáculo' de estar absortos en la 'nadería' de sus pensamientos o 'hundidos' (otro verbo medievalizante) en la lectura de 'periódicos gratuitos, atrasados suplementos dominicales y libros de pseudoliteratura'.


El recuerdo vaporoso de Virgilio Ferreira y mi total desconocimiento de él, aparte de saber que estaba muerto, me animó a dejarle un comentario sobre la literatura que surge de los transportes públicos y creo que cité a un autor muy dado a desaparecer, Enrique Vila Matas; a un escritor inglés que está hundido en los fangos de la lengua española, Roger Wolfe; y a una escritora que se parapetaba detrás de sus cuadernos y que también murió, Carmen Martín Gaite.


Al poco me encontré una respuesta del escritor bonaerense donde aseguraba que su narración, titulada 'Escena diurna', era en realidad una reposición motivada por mi anterior entrada en esta bitácora, llamada 'Travesía del desierto', en la que yo hablaba de viajes en metro, de vagas posibilidades de futuro y de desiertos remotos. 'Decidí rescatarlo', decía su comentario, y me imaginé alguien hundido en un foso medieval o parapetado en una fortaleza en Jaffa con la necesidad de ser rescatado ante la última carga de la caballería de Saladino, ejército enemigo que enseguida me trajo memoria de Drago, aquel oficial de la novela de Dino Buzzatti que acampaba frente al remoto desierto de los tártaros y desaparecía de la vista de sus seres queridos y de la vida.


Abrumado por tanta desaparición seguí leyendo los comentarios del blog del escritor argentino por puro entretenimiento y recreo y me encontré un comentario curioso. Una compatriota suya afirmaba que 'ciertos personajes' sólo se encontraban en el 'subte' (el metro) rioplatense. Al momento me sentí alarmado porque en mi anterior narración, en primera persona, yo me había postulado como personaje de la misma y, por tanto, si lo que aquella mujer aseguraba era cierto, yo sólo existía en un 'subte' de Buenos Aires y llevaba 28 años morando allí y no en Bilbao como creía. Un desplazamiento interno de las costillas me provocó un dolor de corazón inexistente y seguí leyendo a descompás.


La comentarista del escritor seguía: 'Parece como si las profundidades por donde transcurre el metro, los atrajera más que la superficie.' Dolor inexistente que casi me ahoga. 'También a mí -pensé- me atraen más las profundidades del metro que la superficie, a pesar de que la superficie es todo mi mundo o, mejor dicho, toda mi calle.' Continúe leyendo: 'Me gusta el juego de contrastes'. Respiré hondo y traté de masajearme la zona donde latía mi dolor inexistente. Me abismé (me hundí) más en mis pensamientos y recordé las coincidencias entre Virgilio Ferreira, el suceso del metro, la narración 'repuesta' del escritor y el hecho de desaparecer y parapetarse detrás de una fortaleza medieval que, en realidad, está en el subte de la capital argentina.


La nota de la comentarista del escritor acababa mezclando en el mismo espacio al 'resto de personajes del vagón' con 'las frases de un poeta portugués' (Virgilio Ferreira) que hablaba en un poema de 'una noche medieval que andara por sus calles'. Algo que yo he escrito más arriba sin saber que es de Ferreira y que ahora me sorprende. Porque si soy capaz de citar a Ferreira sin haberle leído puede que hace dos años, con la copa de espumoso en la mano, leyera al poeta luso y no al prosista y epistolista a su reciente mujer Lobo Antunes y que, toda la literatura que yo atribuyo a Antunes, sea en realidad la de Virgilio Ferreira; de lo que se deduce que cabe la posibilidad de que no me haya pasado 28 años en el 'subte' porteño sino en mi mundo, en mi calle, y que, en realidad, hasta Virgilio Ferreira sea sólo invención de mi mundo, una patente literaria y que yo lo haya abismado, lo haya hecho desaparecer, lo haya parapetado de pie tras un muro romano de opus testaceum para evitar la invasión de los guerreros tártaros.


'Se puede comprobar en Internet cómo Virgilio Ferreira ha desaparecido para convertirse en fotógrafo y en futbolista de un equipo español que participó en las copas América y Mercosur. Sin embargo, en el subte de Buenos Aires, en el Metro de Bilbao, y en esta narración, Virgilio Ferreira sigue siendo un poeta portugués que anda en las calles medievales y se abisma en ellas, se parapeta en forma de novela o poema y desaparece para reencarnarse en nuestra mirada. 'Una historia dentro de una historia', así acababa la nota, apostilla o comentario de la comentarista del escritor argentino que había repuesto 'Escena diurna' como una respuesta a mi 'Travesía del desierto'.

Una historia dentro de una historia que abarca distintas épocas, ciudades y desiertos a distancias remotas, libros como parapetos y autores irrealmente desaparecidos. Sé poco sobre Virgilio Ferreira, el escritor invisible convertido en futbolista y fotógrafo, pero me pregunto si en el tránsito de líneas de metro y en el pulular de comentarios sobre personajes siniestros que habitan la ficción, no nos habremos convertido en guerreros tártaros invisibles que acechan los baluartes de la realidad donde se parapetan los que no tienen fantasía.

Es duro saberlo. Como guerreros tártaros invisibles necesitaremos agudizar los sentidos y sacar brillo a nuestras armas. Necesitaremos aprender a cabalgar la vida cotidiana y a ponerla en peligro constantemente atacándola. Necesitaremos aprender a desconfiar del correo del Zar y comportarnos como rebeldes silenciosos, saboteándola sin que Drago nos divise desde la atalaya de su fortaleza sin tiempo. Es importante saber que no existimos, pero que aspiramos a tomar Kolyvan al asalto y rugir como bestias parapetados desde cualquier libro o teclado.

jueves, 13 de diciembre de 2007

-Travesía del desierto-




Volví a casa el martes después de haber estado con Kepa dándole al trago en el Casco Viejo: una caña y un zurito. Habíamos hablado de vagas posibilidades de futuro y de desiertos remotos, dos temas que nos apasionan. Salimos del Aurkia, un bar que suele cambiar de nombre y apariencia, y nos despedimos en la estación de metro: él subió a Begoña y yo me fui hacia Cruces; las referencias místicas o cristológicas son casuales en ambos casos y alguien que sea de Bizkaia se las confirmará. Existen.


Fui todo el viaje leyendo 'El Mundo', la nueva novela de Juan José Millas, no me juzguen mal, y pensando en las vagas posibilidades de futuro que tengo y en los desiertos remotos que habré de afrontar. En un momento dado leí en la novela: 'La lectura y la escritura son también espacios desde los que no siempre, pero de vez en cuando, se ve la calle, quiero decir la Calle, o sea, el mundo' (p. 105), y deseé tener el lápiz que no tenía para subrayarlo, así que lo subrayé mentalmente con ese 'deseo' añadido que es algo más que subrayar: una cosa es trazar una vulgar línea de grafito bajo unos versos o unas líneas que te inspiren y otra no subrayar, pero con deseo. El deseo de subrayar subraya de forma indeleble, como el deseo de engañar, por ejemplo, ya es engaño, o el deseo de desear es una forma de deseo casi lujuriosa.


Entre deseos lujuriosos, desiertos remotos, subrayados mentales y vagas posibilidades llegó mi parada. Me bajé (o no me bajé de nada, simplemente abandoné el vagón del metro), subí las escaleras y esperé con paciencia ante la puerta cerrada del ascensor. En ese momento acababa el capítulo titulado 'La calle' y nada más a propósito, efectivamente, yo también iba a la calle. Con un 'Pero ignoro qué iba a ser.' (como mi desierto o como mis vagas posibilidades de futuro) se acabó el capítulo y, al mismo tiempo, llegó el ascensor.


Una mujer esperaba a mi espalda con una silla de niño vacía (ahora que lo pienso es muy raro que viajara con una silla vacía, pero puede que, como el bar Aurkia, también la silla tuviera derecho a cambiar de nombre y apariencia cada cierto tiempo y no ser simplemente una 'silla de niño' sino ser un 'complemento' y aparentar, por ejemplo, la fisonomía de un bolso de marca. Lo del bolso de marca es algo snob, lo reconozco, pero quería que para la pobre crisálida que es la 'silla de niño' supusiera una mariposa digna y no recurrir a una triste oruga parecida. Hay que dar dignidad a las metáforas.). Volví del desierto remoto de la lectura ignorando el futuro y pensando en la calle, en mi calle, desde la que también se ve el mundo, y, galante, dejé pasar primero a la señora con la 'silla de niño' vacía que se creía un bolso Gucci. Los dos me sonrieron.


Aunque el ascensor no iba muy lleno (nosotros tres -no sé por qué hago piña con la señora y su silla que se cree bolso, será porque me hace ilusión formar parte de algo- y unas señoras mayores canosas), la señora, la madre, apretó la silla contra la pared de fondo aplastándola hasta convertirla en algo muy parecido a un bolso para dejar más espacio libre. En ese momento las señoras mayores se asustaron y saliendo del desierto remoto de su edad, barajando las posibilidades y extrapolando su mundo, su calle, al de la madre le gritaron:


-¿Pero qué hace usted con su niño?


Creo que oí el grito de decepción de la silla que, sí, volvía a ser simplemente una 'silla de niño' y no el bolso Gucci que imaginó por momentos. La madre giró la cabeza y les respondió: 'Iba a hacer esto si llevara a mi niño aquí'. Cuando la volvió, sonrió para sus adentros y me lanzó una mirada cómplice que destilaba vagas posibilidades de futuro y desiertos remotos por recorrer. Yo la sonreí también. Tenía los ojos oscuros.


Las señoras se atusaron el cabello canoso y siguieron comentando a mis espaldas las vagas posibilidades de que hubiera un niño o no, de que fuera en esa silla plegable o que la silla no fuera tal sino otra cosa. El ascensor llegó a la calle, volví a ceder el paso a la señora de la silla, ya convertida totalmente en 'la madre' (sólo una madre haría esas cosas) y salí detrás de ella unos pasos. Se perdió camino del hospital. En ese momento pensé que igual su hijo estaba enfermo y que por eso no iba en la silla sino que, remoto, se encontraba con otro nombre y otra apariencia, una mascarilla de Ventolín en la cara para respirar mejor por ejemplo, en ese hospital desde donde se ve el mundo, pero donde el mundo no acude nunca.


Me interné en mi calle, en mi mundo, y según iba pisando las hojas secas que crepitaban bajo mis zapatillas volví a pensar en mis vagas posibilidades de futuro y, cómo no, también en mis desiertos remotos.

-Infantil-




-Infantil-



Escribo el recuerdo


de una niñez robada


por una voz metálica


que me dijo: 'Tú no puedes


ir'.



Años después descubrí


que llevaban siglos


esperándome.




'Eras tú quien no quería venir'.



Fui entonces.


Allí ya no cabía mi cuerpo.

martes, 11 de diciembre de 2007

-El grito-




-El grito-

Bajo toda la fuerza de la sinrazón,
en el motor oscuro de un sueño furioso,
creí oír el maullido feroz
de un gato muerto de hambre.

Hay veces en que el grito oscuro
surge de los bronquios
más rotos de amor
que puedan imaginarse.

-Perorata del jilguero-


-Perorata del jilguero-


Quieren arrancarnos nuestras alas
y dejarnos sin vuelo.

No se conforman con ser ya
los que estancan el pan,
barren el suelo,
cosechan los granos secos.

¡No!

Además quieren que perdamos la facultad de vuelo,
la única que nos diferencia de ellos,
esos repugnantes seres humanos
tan dóciles, tan mansos,
tan apegados al suelo.

Ya nos encerraron, hermanos,
en sus jaulas (algunas doradas);
ya nos obligaron a entonar trinos,
cantos;
los domingos por la mañana concursaban
en el prado
por ver quién tenía el esclavo
más canoro
(había esclavos satisfechos,
por cierto);
otros se vieron forzados a aprender
su repugnante, átono
y desafinado
modo de comunicarse
('loros' los llamaban
y a cambio les pagaban pipas secas);
porque ya arrojaron nuestros cuerpos
al sumidero
cuando ni canto, ni color,
ni alegría les llevábamos
(estábamos muertos);
porque ya sufrimos demasiado la humillación
de procrear delante de sus ojos,
habrá que levantarse de los alambres, los árboles,
los columpios de plástico,
habrá que alzar los picos al cielo
para decirles que nunca
les dejaremos
arrancar nuestras alas,
cortar nuestras alas,
convertirnos en ellos.

Nuestras alas con las que
batimos al viento.

domingo, 9 de diciembre de 2007

Últimas palabras de Vanzetti


Hoy encontré en el mercado dominical de libros usados de la Plaza Nueva de Bilbao las 'Cartas desde la prisión', de Bartolomeo Vanzetti, el anarquista italiano que fue ejecutado por crímenes que no había cometido y cuyas cartas a una familia que no compartía sus ideales siguen siendo hoy en día un modelo de entereza humana cabal que ni en los peores momentos renunció a su fe en el porvenir de la humanidad.


Se despide así Bartolomeo Vanzetti de sus amigos, de su hermana 'queridísima' y de la vida en su última carta de esta forma:


'¿Qué importa que ningún rayo de sol, que ningún trozo de cielo llegue jamás a las prisiones construídas por los hombres para los hombres?


Yo sé que no sufrí en vano. He ahí por qué cargo mi cruz sin duelo.


Pronto, los hermanos no se batirán con sus hermanos; los niños ya no serán privados del sol, ni alejados del verdor de los campos; ya no está lejano el día en que ha de haber un pan para cada boca, un lecho para cada cabeza, felicidad para cada corazón.


Y ese será el triunfo de vuestra acción y de la mía, mis compañeros y amigos.


Afectuosamente


Bartolomeo Vanzetti'


Las 'Cartas desde la prisión', de Bartolomeo Vanzetti, fueron publicadas en septiembre de 1976 en España por Granica Editor. Hoy, como todo libro importante, son inencontrables.


El 23 de agosto de 1927 Bartolomeo Vanzetti fue asesinado en la cárcel de Charlestown (Massachusetts, Estados Unidos) por el cruel e inhumano método de la silla eléctrica. Había pasado más de siete años en la cárcel, acusado de crímenes que no cometió, sólo culpable de ser libertario e italiano en un país crispado por el odio y el terror ante los extranjeros progresistas.


Su ejecución, junto a la de Nicola Sacco, fue un escarnecimiento contra la creciente fuerza del proletariado norteamericano, compuesto en esos años por una inmensa mayoría de inmigrantes que reclamaban mejores condiciones de vida.


Sus dos hermanas, Luigia y Vicenzina, de convicciones profundamente católicas, no compartieron nunca los principios anarquistas que habían inspirado a su hermano. Sin embargo, se decidieron a publicar estas cartas porque en ellas intuyeron la grandeza moral de las mismas: no permanecieron insensibles ante su cálida llamada a la humanidad y la tolerancia.


'No se avergüencen de mí -escribe en otro momento desgarrador-. Vendrá un día en que mi vida se conocerá tal cual es, y entonces todos los que se llamen Vanzetti se sentirán contentos y orgullosos de su apellido.'


Hoy en día todos los que en cualquier rincón del mundo luchan activamente por la causa de la justicia, el pan y el techo para todos los hombres por igual se apellidan Vanzetti.
Podéis oír aquí la canción que escribieran al alimón Ennio Morricone y Joan Baez en su memoria 50 años más tarde:

sábado, 8 de diciembre de 2007

Escena final de 'Lo que el viento se llevó'



Scarlett: Oh, Rhett, Rhett por Dios no digas eso. Perdóname, siento tanto todo lo que he hecho.


Rhett: Querida, eres una criatura. ¿Crees que basta con decir lo siento? Y todo el pasado, ¿puede remediarse? Ten, toma mi pañuelo. Jamás en ninguna crisis de tu vida he visto un pañuelo en tus manos.


(Se va hacia la escalera. Ella corre detrás de él y lo llama)


Scarlett: Rhett, Rhett, ¿adónde te vas?


Rhett: Me voy a Charleston. Vuelvo a mi tierra.


Scarlett: ¡Por favor, por favor, llévame contigo!


Rhett: No. He roto con todo lo de aquí. Yo busco la paz. Quiero ver si consigo hallar algo que tenga algún encanto y dulzura en la vida. ¿Sabes de qué estoy hablando?


Scarlett: No. Yo sólo sé que te quiero.


Rhett: Esa es tu desgracia.


(Él se da la vuelta y baja la escalera)


Scarlett: Oh, Rhett... ¡Rhett!


(Baja la escalera detrás de él)


Scarlett: ¡Rhett, Rhett! Si te vas, ¿adónde iré yo?, ¿qué podre hacer?


Rhett: Francamente querida, me importa un bledo.


(Él cruza el umbral y se pierde en la niebla del jardín. Ella lo mira marchar llorando).


Scarlett: No debería dejarle ir, no. Habrá algún medio para hacerle volver. Ahora no puedo pensar en ello, me volvería loca si lo hiciera. ¡Ya lo pensaré mañana!


(Cierra la puerta y se echa llorando sobre las escaleras)


Scarlett: Pero no tengo más remedio, no tengo más remedio que pensarlo. ¿Qué podría hacer yo? Qué me importa ya nada...


(Mientras llora empieza a oír en su cabeza las voces alternadas de su padre, de Rhett y de su amante Ashley Wilkes)


Voces en off: ¿Pretendes decirme Kathy Scarlett O'Hara que Tara no significa nada para ti? Pero si la tierra es lo único que importa porque es lo único que perdura.


Algo que amas más que a mí aunque quizá no lo sepas: Tara.


Esto es lo que te da tu fuerza, la tierra roja de Tara.


(Las voces se repiten y van elevado su voz hasta gritar 'Tara', 'Tara', Tara'. Ella alza la cabeza del suelo).


Scarlett: Tara. Es mi hogar. Iré a mi casa e idearé algo para hacerle volver. ¡Realmente mañana será otro día!


(Se la ve sobre un fondo elegiaco frente a su casa de tara, de pie junto a un árbol mientras suena el tema principal de la película sobrecargado de coros y trompetas).


THE END












jueves, 6 de diciembre de 2007

Cómo viajar a una fotografía de época


Hace unos días, tomando una copa con unos amigos en un bar, nos planteamos la posibilidad de viajar a una fotografía del siglo pasado. La técnica, aunque no tiene nada de novedosa, merece una explicación por si otras personas, en circunstancias distintas y países remotos, quisieran viajar también. Eso sí, tengo que avisar de que el proceso aquí descrito sólo sirve para imágenes urbanas, en blanco y negro y, muy posiblemente, anteriores a la Guerra Civil española y, si se me apura, a la proclamación de la II República el 14 de abril de 1931. También creo que es honesto decir, antes de que algún aventurero se haga demasiadas ilusiones, que sólo es dable viajar a una instantánea tomada en la ciudad de origen y no, por tanto, se puede usar para conocer de cerca los detalles de la bomba atómica sobre Nagasaki, la llegada del hombre a la luna o permanecer escondido en la conferencia de Teherán mientras Roosvelt, Stalin y Churchill posan para la historia. Advertidos quedan.


Tomen la fotografía de época que deseen. Preferiblemente un plano general con angulación picada que muestre el pulular ingente de personas por su ciudad. Verá, seguramente, tranvías, carros tirados por mulas, mujeres con largas faldas de caída exagerada y hombres delgados con sombreritos de paja, bastones y bigotes característicos. Aíslen el momento decisivo. Otros estudiosos, como Imanol Zumalde, han aplicado esta terminología al mundo del cine; nosotros, simplemente, la vamos a usar para la daguerrotipia temporal.
El momento decisivo es ese fragmento minúsculo de la fotografía donde todo puede suceder. En realidad es la circunstancia temporal en la que vamos a insertarnos para formar parte de ella, ya sea una conversación, un encuentro casual o incluso un resbalón con una cáscara de plátano. Los primeros fotonautas, que desconocían la noción del momento decisivo, sufrieron lo que fue conocido como 'estiaje luminoso', o viajes a ciegas para quedar hundidos en la más absoluta soledad, viendo las arquitecturas remotas de la ciudad pero sin posibilidad alguna de crear tertulia sobre ellas. Muchos, así, enfermaron de tristeza, se quedaron para siempre en la fotografía y se volvieron violentos marineros de bucán. Son los que en los álbumes históricos miran con furia a la cámara y llevan un peinado y una vestimenta que, por lógica, no es de la época. Los libros de homenaje que se regalan con motivo de cualquier centenario institucional están plagados de ellos. No son peligrosos, pero se puede contraer su mal del mucho mirarles.


En 1985, el profesor De la Torre, en su tesis doctoral, describió el proceso de delimitación del 'momento decisivo'. Sus palabras son más acertadas que las mías y las transcribo tal cual:


'Se trata de aplicar la técnica de la captura en flash a la selección de diferentes momentos puntuales que luego se van a descomponer en puntos de luz para permitirnos integrarnos en una escena determinada. Una pareja hablando, por ejemplo, no es adecuada, la violencia de las reacciones necesarias provocaría el rechazo inmediato de los interlocutores, que se alejarían del fotonauta dejándolo en una situación delicada, con pocos factores positivos para sacarle rendimiento a su viaje. Una persona sentada en unas escaleras y otra que le hable a prudente distancia, en cambio, sería ideal para nuestros propósitos.'


Una vez que hemos localizado en nuestra fotografía la disposición al 'momento decisivo', tomamos muestra reprográfica de la misma (se puede hacer en cualquier fotocopiadora de barrio, no hace falta que sea compulsada), cuadriculamos en celdillas de 1 centímetro cuadrado y aplicamos una 'jaula de luz' a todos los cuadros que nos interesen con el bombardeo intensivo sobre los mismos de fotones luminosos. Como ya sabemos desde tiempos del sabio griego Anaximandro, somos básicamente energía, flotamos libremente en el universo, estamos cargados de luz estelar y basta, por tanto, con frotarse las palmas de las manos y aplicarlas sobre la fotocopia. En circunstancias ideales las posibilidades de acabar formando parte del momento elegido se acercan al 99% o sufren, en cualquier caso, una desviación típica de centímetros, apenas perceptible. El fotonauta, además, debe controlar en su viaje la densidad del relleno de fondo (para los casos de indefinición, no todo aparece en la imagen) y el ajuste de intensidad que desee para adaptarlo a sus necesidades visuales concretas. Algunos se quedaron ciegos al abrir demasiado el diafragma.


Si se han seguido los pasos correctamente estaremos integrados en una fotografía de época discutiendo con un caballero el porqué no toma de la mano a la señorita, se levanta de la escalera y se van juntos a dar un paseo por los muelles o, en tranvía, hasta las campas de las afueras, junto al asilo, para asistir a ese nuevo entretenimiento: el football. Puede que el caballero no quiera hablar o puede que nos mire y nos diga lo que intuimos, que ella no quiere ir, que prefiere estar con alguien que está fuera de campo, que mira desde otro ángulo y en quien no podemos reparar. Al final, aparte de la curiosidad histórica, hay que reconocer que los sentimientos y las personas son básicamente los mismos.


Le queda al fotonauta el consuelo de levantar la mirada y ver algo curioso: al fotógrafo tomando la placa de la reproducción a la que, años más tarde, decidirá viajar. Puede preguntarse por las copias que se harán y las rutas que seguirá una de ellas para llegar un siglo más tarde ante sus ojos. En ese momento todo parece imposible y aún qué lejano el taller de marquetería o el impulso de fijarla en una pared con una alcayata. No, todavía no es un violento marinero de bucán, aunque se asemeje. Pero encerrado en la imagen, aprisionado en ella, melancólico y vagando de una esquina a otra hasta toparse con la finitud de la línea negra y volver, el viajero luminoso irá perdiendo poco a poco parte de sus capacidades de refracción y volviéndose gris y opaco. La soledad le hará adoptar una pose singular para llamar la atención de alguien en un bar, alguien que conozca la técnica del viaje y quiera experimentarlo. Puede pasar un año o doscientos. Dos siglos mirando al perro que husmea una esquina donde alguien arrojó minutos antes las cáscaras de una naranja muy dulce. ¿Lo imaginan?


El objetivo de este escrito no es otro que animarles a que realicen el viaje, crucen la luz y hablen con el viajero que está sentado en las escaleras de una fotografía cualquiera, casi solo, con la cabeza entre las manos y a punto de echare a llorar. Es uno de ellos seguro, no lo duden nunca, y piensen siempre que podrían ser ustedes. Se lo aseguro.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

Cantar de los cantares


'El cantar de los cantares' es el libro más hermoso de la Biblia y el más cercano al estilo de 'Las 1001 noches': un poemario erótico profano, muy del estilo de los cantares árabes, donde nunca se nombra al vengativo y celoso dios judío sino que se resalta el amor, la pasión y el deseo.


Bernardo de Claraval o san Juan de la Cruz, excelentes escritores además de clérigos, compusieron variaciones y poemas sobre el Cantar. La traducción del mismo al castellano le costó la cárcel a Fray Luis de León a manos de quienes decían defender la verdadera religión, la Santa Inquisición.


Hoy el Cantar ha llegado a nosotros como un faro de luz en medio de la noche de la revelación divina. El amor impregna sus hojas y las llena de costosos perfumes, afeites y sedas. Nunca lo oiréis en misa, descuidad. El Cantar sigue siendo peligroso para los que sólo desean orden, silencio y miedos oscuros.


Os dejo uno de mis fragmentos favoritos:



-Estoy enferma de amor-

ELLA: Yo dormía, pero mi corazón velaba...
¡Un voz! Mi amor me llama:
«Ábreme, hermana mía, amiga mía,
paloma mía, mi perfecta;
mi cabeza está cubierta de rocío;
mis bucles, del relente de la noche...»
Me he quitado ya mi túnica;
he de ponérmela otra vez?
Me he lavado los pies;
¿los volveré a manchar?»
Mi amor metió la mano
por el cerrojo de la puerta;
al oírlo, mis entrañas retozaron.
me levanté para abrir a mi amor,
y mis manos destilaron mirra,
mirra fluida mis dedos
en la manilla de la cerradura.
Abrí a mi amor,
pro mi amor se había ido.
Se me fue el alma tras de él.
Lo busqué y no lo encontré,
lo llamé y no me respondió.

Que enferma estoy de amor.

martes, 4 de diciembre de 2007

Mar de estrellas


Se hacía llamar Roslyn y, cuando la conocí, estaba enamorada de un tipo llamado Perce. Aquel año había acudido a Reno para divorciarse. Era rubia, atractiva, de carnes generosas, labios turgentes y rotundas caderas. Sobre todas las cosas era hermosa. Yo no podía parar de mirarla.

Con unos cuantos amigos más, entre ellos un viejo perdedor de fino bigote y flequillo canoso llamado Gay, se fueron a cazar caballos salvajes, cimarrones, a las montañas desérticas, lunáticas. Un territorio perfecto para las obsesiones y los celos. Cazaban caballos libres para convertirlos en comida para perros. Había terminado ya el tiempo de las grandes ilusiones, de la frontera interminable, de los hombres justos enamorados de imposibles, centauros del desierto en pos de una promesa o sheriffs honestos dispuestos a quedarse solos ante el peligro. Sólo ya les rodeaba el crepúsculo.

Según el viaje discurría por el desierto noté cómo el pasado, la envidia y la pasión atormentaban a estas personas. Roslyn amaba al más joven e impetuoso Perce, pero le ponía caritas al maduro Gay; éste, mientras tanto, al no verse correspondido y ser tímido, se desesperaba, bebía más de la cuenta y sólo confiaba en cazar los caballos para redimirse, triunfar de alguna manera en el único oficio que conocía.

Unos inadaptados, un momento de decisón, un sueño perdido. Gay se pone romántico, camela a la hermosa Roslyn, se la arrebata a su odiado-amado amigo Perce y la invita a su furgoneta. Le habla de los sueños que tiene para el futuro, de los hijos que vendrán, de que es verdad que es un viejo fracasado pero que piensa establecerse en la ciudad, forjarse un futuro, levantarse del fango hacia la luz. Arriba titila un mar de estrellas sobre el desierto. Parece un océano de frío luminoso, distante.

Entonces la furgoneta de Gay se pone en marcha. Pasa su brazo bajo el hombro de Roslyn y ella lo acepta, se abrazan estrechamente y miran el mar de luz que los espera. Hacia él van. De pronto recuerdo que ya los conocía, que Gay, ese vaquero de cara marcada, sucio y polvoriento, es Clarck Gable, y Roslyn ni más ni menos que Marilyn Monroe, la insegura triunfadora, la mujer que sólo quiso ser, ante todo, ella misma. Gable y Monroe se van abrazados a las estrellas y noto en los ojos un conato de humedad. Es, quizá, la escena más hermosa del cine. Saber que sólo 11 días después él moriría de un infarto y que ella le seguiría a la tumba menos de un año más tarde sin haber completado jamás la película de George Cukor que estaba rodando. Es la última toma, el último plano: dos astros de la pantalla que se van abrazados al firmamento, a la etenidad.

Los ojos se cierran y sólo queda la espuma de las olas estelares en la retina. No hay vergüenza alguna por llorar. Vivimos, a nuestra manera, vidas rebeldes. Como auténticos inadaptados (así se llama la película en inglés, ‘Los inadaptados’) sabemos que el valor supremo de los mitos es conducirnos a todas horas hacia lo más luminoso que hay en nosotros, hacernos levantar la cabeza del suelo, sonreír ante la oscuridad y seguir caminando presas de la emoción, embargados por la presencia que dejaron.

Las ausencias físicas no pueden evitar el recuerdo permanente, eso diferencia a los seres inmortales de los mortales. Gable y Monroe se fueron al cielo juntos, abrazados, felices en su confianza de que ellos ya habían ganado antes la inmortalidad. La única que existe, más real que la de las religiones: la inmortalidad del arte, de la belleza, de la creación pura y la poesía. La inmortalidad de quien puede y sabe reflejar el alma sobre un papel o en una pantalla.

Marilyn Monroe fue una rica mujer desgraciada, incomprendia e infeliz, sin embargo creo en ella. Es Roslyn atribulada caminando a Reno para pedir su divorcio con el corazón hecho pedazos y las manos temblorosas de quien se siente enfermo de dolor. Me gustaría ser entonces un viejo perdedor, llamarme Gay, y ser lo bastante tímido como para no hablar mucho y permanecer a su lado con mi tabaco, mi lazo y mis vaqueros, silencioso. Eso tiene que ser la auténtica felicidad.

lunes, 3 de diciembre de 2007

Lonesome town


La nochevieja de 1985 se llevó algo más que un año, se llevó a Ricky Nelson, el excelso cantante de voz negra y profunda que había interpretado como nadie pudo hacerlo después 'Lonesome town', una tonada a la guitarra de tintes nostálgicos y melodramáticos perfecta para escuchar en húnmedas y frías tardes de otoño como esta. Después de haber rozado el cielo, el avión en el que viajaba hacia Dallas (Texas) se precipitó al vacío como una estrella caída. Otra viajaba dentro cantando. Sólo tenía 45 años.


'Lonesome town' me asalta desde que la conocí en la banda sonora de 'Pulp Fiction', de Quentin Tarantino. Era 1994, el invierno era largos y no había gran cosa que hacer salvo leer, ver la televisión y emborronar cuadernos baratos. Aunque no entendía la letra, y de amores no sabía nada de nada, puede que creyera que 'hay un lugar donde los enamorados van a llorar sus problemas, la ciudad de Lonesome, donde están los corazones rotos'. Porque al fin y al cabo quién no ha creído tener el corazón roto con 14 años, a quién no se lo han roto, quién no ha sentido que amaba por primera vez intensamente.
En Lonesome, seguía, 'puedes comprar un sueño o dos', atravesar los años y 'el único precio que pagas es un corazón lleno de lágrimas'. Ahora, que han pasado 14 años, exactamente la edad que tenía cuando estuve por primera vez en Lonesome, puedo entender qué es un corazón rebosando llanto, puedo comprender esa querencia por 'hundirse en el tiempo en que se rompen los sueños' y buscar con desespero la ciudad entre el polvo donde 'las calles están llenas con lamentos y se puede aprender a olvidar'. Ganar el olvido, detener la mente, no pensar más... en ella. Sólo en la ciudad de Lonesome, por supuesto.


'Lonsesome Town' interpretada por Ricky Nelson:



sábado, 1 de diciembre de 2007

-Me vienen a buscar-


'Me vienen a buscar',
y se va corriendo escaleras de metal
abajo franqueando páramos
llenos de alegría,
desiertos sin palabras,
miradas como lagos
de futuro y otras
expresiones cónicas
conocidas,
apenas aprehendidas
en el aire que exala su melena,
burbuja derretida.

Yo me quito los colmillos,
le doy otro trago a la copa
de veneno y sueño con su piel bajo los blancos
vestidos de lana,
las formas secretas de su costura,
lo que encierra olor a heno
y a paja.

Sé que nunca tendré entre mis manos
podridas
el aliento victorioso
de su descender eterno hacia otros brazos.