jueves, 6 de diciembre de 2007

Cómo viajar a una fotografía de época


Hace unos días, tomando una copa con unos amigos en un bar, nos planteamos la posibilidad de viajar a una fotografía del siglo pasado. La técnica, aunque no tiene nada de novedosa, merece una explicación por si otras personas, en circunstancias distintas y países remotos, quisieran viajar también. Eso sí, tengo que avisar de que el proceso aquí descrito sólo sirve para imágenes urbanas, en blanco y negro y, muy posiblemente, anteriores a la Guerra Civil española y, si se me apura, a la proclamación de la II República el 14 de abril de 1931. También creo que es honesto decir, antes de que algún aventurero se haga demasiadas ilusiones, que sólo es dable viajar a una instantánea tomada en la ciudad de origen y no, por tanto, se puede usar para conocer de cerca los detalles de la bomba atómica sobre Nagasaki, la llegada del hombre a la luna o permanecer escondido en la conferencia de Teherán mientras Roosvelt, Stalin y Churchill posan para la historia. Advertidos quedan.


Tomen la fotografía de época que deseen. Preferiblemente un plano general con angulación picada que muestre el pulular ingente de personas por su ciudad. Verá, seguramente, tranvías, carros tirados por mulas, mujeres con largas faldas de caída exagerada y hombres delgados con sombreritos de paja, bastones y bigotes característicos. Aíslen el momento decisivo. Otros estudiosos, como Imanol Zumalde, han aplicado esta terminología al mundo del cine; nosotros, simplemente, la vamos a usar para la daguerrotipia temporal.
El momento decisivo es ese fragmento minúsculo de la fotografía donde todo puede suceder. En realidad es la circunstancia temporal en la que vamos a insertarnos para formar parte de ella, ya sea una conversación, un encuentro casual o incluso un resbalón con una cáscara de plátano. Los primeros fotonautas, que desconocían la noción del momento decisivo, sufrieron lo que fue conocido como 'estiaje luminoso', o viajes a ciegas para quedar hundidos en la más absoluta soledad, viendo las arquitecturas remotas de la ciudad pero sin posibilidad alguna de crear tertulia sobre ellas. Muchos, así, enfermaron de tristeza, se quedaron para siempre en la fotografía y se volvieron violentos marineros de bucán. Son los que en los álbumes históricos miran con furia a la cámara y llevan un peinado y una vestimenta que, por lógica, no es de la época. Los libros de homenaje que se regalan con motivo de cualquier centenario institucional están plagados de ellos. No son peligrosos, pero se puede contraer su mal del mucho mirarles.


En 1985, el profesor De la Torre, en su tesis doctoral, describió el proceso de delimitación del 'momento decisivo'. Sus palabras son más acertadas que las mías y las transcribo tal cual:


'Se trata de aplicar la técnica de la captura en flash a la selección de diferentes momentos puntuales que luego se van a descomponer en puntos de luz para permitirnos integrarnos en una escena determinada. Una pareja hablando, por ejemplo, no es adecuada, la violencia de las reacciones necesarias provocaría el rechazo inmediato de los interlocutores, que se alejarían del fotonauta dejándolo en una situación delicada, con pocos factores positivos para sacarle rendimiento a su viaje. Una persona sentada en unas escaleras y otra que le hable a prudente distancia, en cambio, sería ideal para nuestros propósitos.'


Una vez que hemos localizado en nuestra fotografía la disposición al 'momento decisivo', tomamos muestra reprográfica de la misma (se puede hacer en cualquier fotocopiadora de barrio, no hace falta que sea compulsada), cuadriculamos en celdillas de 1 centímetro cuadrado y aplicamos una 'jaula de luz' a todos los cuadros que nos interesen con el bombardeo intensivo sobre los mismos de fotones luminosos. Como ya sabemos desde tiempos del sabio griego Anaximandro, somos básicamente energía, flotamos libremente en el universo, estamos cargados de luz estelar y basta, por tanto, con frotarse las palmas de las manos y aplicarlas sobre la fotocopia. En circunstancias ideales las posibilidades de acabar formando parte del momento elegido se acercan al 99% o sufren, en cualquier caso, una desviación típica de centímetros, apenas perceptible. El fotonauta, además, debe controlar en su viaje la densidad del relleno de fondo (para los casos de indefinición, no todo aparece en la imagen) y el ajuste de intensidad que desee para adaptarlo a sus necesidades visuales concretas. Algunos se quedaron ciegos al abrir demasiado el diafragma.


Si se han seguido los pasos correctamente estaremos integrados en una fotografía de época discutiendo con un caballero el porqué no toma de la mano a la señorita, se levanta de la escalera y se van juntos a dar un paseo por los muelles o, en tranvía, hasta las campas de las afueras, junto al asilo, para asistir a ese nuevo entretenimiento: el football. Puede que el caballero no quiera hablar o puede que nos mire y nos diga lo que intuimos, que ella no quiere ir, que prefiere estar con alguien que está fuera de campo, que mira desde otro ángulo y en quien no podemos reparar. Al final, aparte de la curiosidad histórica, hay que reconocer que los sentimientos y las personas son básicamente los mismos.


Le queda al fotonauta el consuelo de levantar la mirada y ver algo curioso: al fotógrafo tomando la placa de la reproducción a la que, años más tarde, decidirá viajar. Puede preguntarse por las copias que se harán y las rutas que seguirá una de ellas para llegar un siglo más tarde ante sus ojos. En ese momento todo parece imposible y aún qué lejano el taller de marquetería o el impulso de fijarla en una pared con una alcayata. No, todavía no es un violento marinero de bucán, aunque se asemeje. Pero encerrado en la imagen, aprisionado en ella, melancólico y vagando de una esquina a otra hasta toparse con la finitud de la línea negra y volver, el viajero luminoso irá perdiendo poco a poco parte de sus capacidades de refracción y volviéndose gris y opaco. La soledad le hará adoptar una pose singular para llamar la atención de alguien en un bar, alguien que conozca la técnica del viaje y quiera experimentarlo. Puede pasar un año o doscientos. Dos siglos mirando al perro que husmea una esquina donde alguien arrojó minutos antes las cáscaras de una naranja muy dulce. ¿Lo imaginan?


El objetivo de este escrito no es otro que animarles a que realicen el viaje, crucen la luz y hablen con el viajero que está sentado en las escaleras de una fotografía cualquiera, casi solo, con la cabeza entre las manos y a punto de echare a llorar. Es uno de ellos seguro, no lo duden nunca, y piensen siempre que podrían ser ustedes. Se lo aseguro.

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