martes, 4 de diciembre de 2007

Mar de estrellas


Se hacía llamar Roslyn y, cuando la conocí, estaba enamorada de un tipo llamado Perce. Aquel año había acudido a Reno para divorciarse. Era rubia, atractiva, de carnes generosas, labios turgentes y rotundas caderas. Sobre todas las cosas era hermosa. Yo no podía parar de mirarla.

Con unos cuantos amigos más, entre ellos un viejo perdedor de fino bigote y flequillo canoso llamado Gay, se fueron a cazar caballos salvajes, cimarrones, a las montañas desérticas, lunáticas. Un territorio perfecto para las obsesiones y los celos. Cazaban caballos libres para convertirlos en comida para perros. Había terminado ya el tiempo de las grandes ilusiones, de la frontera interminable, de los hombres justos enamorados de imposibles, centauros del desierto en pos de una promesa o sheriffs honestos dispuestos a quedarse solos ante el peligro. Sólo ya les rodeaba el crepúsculo.

Según el viaje discurría por el desierto noté cómo el pasado, la envidia y la pasión atormentaban a estas personas. Roslyn amaba al más joven e impetuoso Perce, pero le ponía caritas al maduro Gay; éste, mientras tanto, al no verse correspondido y ser tímido, se desesperaba, bebía más de la cuenta y sólo confiaba en cazar los caballos para redimirse, triunfar de alguna manera en el único oficio que conocía.

Unos inadaptados, un momento de decisón, un sueño perdido. Gay se pone romántico, camela a la hermosa Roslyn, se la arrebata a su odiado-amado amigo Perce y la invita a su furgoneta. Le habla de los sueños que tiene para el futuro, de los hijos que vendrán, de que es verdad que es un viejo fracasado pero que piensa establecerse en la ciudad, forjarse un futuro, levantarse del fango hacia la luz. Arriba titila un mar de estrellas sobre el desierto. Parece un océano de frío luminoso, distante.

Entonces la furgoneta de Gay se pone en marcha. Pasa su brazo bajo el hombro de Roslyn y ella lo acepta, se abrazan estrechamente y miran el mar de luz que los espera. Hacia él van. De pronto recuerdo que ya los conocía, que Gay, ese vaquero de cara marcada, sucio y polvoriento, es Clarck Gable, y Roslyn ni más ni menos que Marilyn Monroe, la insegura triunfadora, la mujer que sólo quiso ser, ante todo, ella misma. Gable y Monroe se van abrazados a las estrellas y noto en los ojos un conato de humedad. Es, quizá, la escena más hermosa del cine. Saber que sólo 11 días después él moriría de un infarto y que ella le seguiría a la tumba menos de un año más tarde sin haber completado jamás la película de George Cukor que estaba rodando. Es la última toma, el último plano: dos astros de la pantalla que se van abrazados al firmamento, a la etenidad.

Los ojos se cierran y sólo queda la espuma de las olas estelares en la retina. No hay vergüenza alguna por llorar. Vivimos, a nuestra manera, vidas rebeldes. Como auténticos inadaptados (así se llama la película en inglés, ‘Los inadaptados’) sabemos que el valor supremo de los mitos es conducirnos a todas horas hacia lo más luminoso que hay en nosotros, hacernos levantar la cabeza del suelo, sonreír ante la oscuridad y seguir caminando presas de la emoción, embargados por la presencia que dejaron.

Las ausencias físicas no pueden evitar el recuerdo permanente, eso diferencia a los seres inmortales de los mortales. Gable y Monroe se fueron al cielo juntos, abrazados, felices en su confianza de que ellos ya habían ganado antes la inmortalidad. La única que existe, más real que la de las religiones: la inmortalidad del arte, de la belleza, de la creación pura y la poesía. La inmortalidad de quien puede y sabe reflejar el alma sobre un papel o en una pantalla.

Marilyn Monroe fue una rica mujer desgraciada, incomprendia e infeliz, sin embargo creo en ella. Es Roslyn atribulada caminando a Reno para pedir su divorcio con el corazón hecho pedazos y las manos temblorosas de quien se siente enfermo de dolor. Me gustaría ser entonces un viejo perdedor, llamarme Gay, y ser lo bastante tímido como para no hablar mucho y permanecer a su lado con mi tabaco, mi lazo y mis vaqueros, silencioso. Eso tiene que ser la auténtica felicidad.

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