Todas las noches no, pero muchas me la encuentro dormida en el sofá con un libro entre las manos abierto y la lámpara, qué extraño, apagada, como si hubiera decidido dormir leyendo o como si leyera líneas que no puede ver. Creo que trabaja demasiado. Supongo que llega tarde del locutorio, se prepara una ensalada, se envuelve en su manta azul raída y lee hasta que le entra sueño. Apaga la luz y duerme en su postura favorita. Yo también me acuesto pronto y sueño con ella.
La cocina siempre está impoluta. La casa, al entrar, tiene un aire solitario, a piso de artista soltero. Los cuadros del pasillo me espían. Siento su muda presencia en el salón que lo llena todo. Procuro no hacer ruido, aunque las láminas del suelo me traicionan: crujen y tengo miedo de que se despierte, se levante y me clave sus fieros ojos inmensos reprochándome sin palabras mi torpe manera de andar. Tiene los ojos marrones y algo estrábicos, un poco, no mucho, queda bonito: alarga su mirada, le da profundidad y cierta flechada sensación de viscosa lujuria. Es una mirada que titila como un imán ante una mina de hierro caliente.
Con cuidado, si tengo valor, abro la puerta acristalada para ver su sombra echada. Otras veces me conformo con adivinar su contorno en el cristal. La cabeza reposada en el almohadón azulón, ya muy sudado por años de siestas, su largo cuello blanco retraído y la turgente curva pronunciada de sus pechos que acogen, a veces, sus piernas ovilladas. Pocas veces. Creo que le gusta más tenerlas estiradas, ligeramente abiertas. Me gustaría saber si preferiría que le comprara un diván, pero dudo. Romper su figura estática, ya fabricada en mi mente, e inventarme una nueva me parece una labor ingente. Es mejor dejar las cosas como están.
Al volver por el pasillo con el pijama ya puesto y la bata marrón mi primer deseo es lúbrico y carnal: abrir la puerta y echarme sobre ella, desnudarla. Nunca lo hago. Prefiero que sea ella quien llegue más tarde a la cama, con los ojos velados de sueño y trastabillando con fotos, cuadros y figuras de sal cruda, e invente lo que quiera, juegue o no hago nada y se duerma a mi lado respirando suavemente, como si elevara una pluma o fuera un fantasma. Alguna noche se lo hago con gran vergüenza. Ella no dice nada, ni siquiera gime, aunque noto sus inmensos ojos atravesándome el cráneo, mirando directamente al techo donde desfilan burlonas luces proyectadas. De niño me aterraban. También me he masturbado a su lado estando seguro, muy seguro, de que ella dormía profundamente. Nunca me ha dicho nada. Debe dárseme bien manejar y, al mismo tiempo, ser silencioso. Costumbre.
Lo que más me sucede es soñar con ella. Curioso dado que la tengo tan cerca. La sueño moviéndose, riéndose, haciendo puerilidades: columpiándose, caminando por un campo, hablándome con su media voz de cotorra de algo relacionado con el perdón y la vuelta al amor. También veo a sus padres. Nos tomamos un pelotazo de whisky, la madre un café, y hablamos de años pasados, del día que la madre cayó en el río con su hermana o del tío Tiquio, que hacía estraperlo y que una día iba a Carabé con tinajas de aceite y la Guardia Civil lo detuvo y lo vergajeó salvajemente. También del abuelo que se ahorcó en el corral con la cuerda del columpio. Nunca tengo sueños eróticos con ella. Será que no me hacen falta. Sólo la sueño besándome, pero castamente, casi un beso de princesa cursi o de niña babosa. En los labios, poco más.
Enciendo la radio para prepararme la cena. Desde hace algunos años, tres o cuatro, ya nunca escucho la música que ella ama, ni el programa que empieza con sonido de mar y luego siempre pincha cantantes griegas, artistas de los Balcanes, músicos vagabundos de Irlanda. He vuelto al rock suave, americano y británico, y al Liverpool de los sesenta: los Beatles, los Dakotas, los Pacemakers… Me siento culpable, es verdad. Pero también me pregunto si tengo yo toda la culpa o si el que ella se quede dormida, luego marche pronto a trabajar y casi nunca la vea no habrá influido en que empiece a detestarla, a ella y sus cosas. Antes era distinto todo. Me hablaba y yo escuchaba. Desde la discusión en la cafetería y me viaje a Sant las cosas cambiaron bastante. He de reconocerlo.
De hecho paso la mayor parte del día con Laura. No somos amantes, pero sigo su vida, sus viajes, su ascensión en el banco en que trabajamos. Hace un par de años incluso nos acostamos juntos unas semanas. Fue después de Sant, después de la discusión, después de tanto dolor. No creo que ella nunca lo supiera, aunque esos días estuvo fría y distante y, a partir de ahí, comenzó a alejarse más: tiró mis poemas a la basura, lo sé; las cartas que le escribí, y guardó las escasas fotografías juntos. Dejó de hablarme tanto, sólo lo imprescindible, y cada noche, al volver del trabajo, la casa comenzó a parecer vacía, sola, gigantesca como una cáscara de molusco muerto. Cierto sentimiento de culpa me impidió molestarla, gritar. ‘Es mejor’, pensé, ‘que vivamos así muchos años’. ‘Esto debe de ser la felicidad’.
Alguna vez, ante el televisor apagado, leyendo, sueño con ella. Me estremezco y el libro se me cae de las manos, y me quedo muy quieto auscultando el silencio por si fuera real. Pero nunca lo es. Me imagino a mí mismo abriendo la puerta de casa y sorprendiéndola dormida. ¿Eso era la felicidad? Sonrío como una bestia y vuelvo a pensar en Laura. La llamo, charlamos un rato y enseguida comenzamos a reírnos de la bruja.
La cocina siempre está impoluta. La casa, al entrar, tiene un aire solitario, a piso de artista soltero. Los cuadros del pasillo me espían. Siento su muda presencia en el salón que lo llena todo. Procuro no hacer ruido, aunque las láminas del suelo me traicionan: crujen y tengo miedo de que se despierte, se levante y me clave sus fieros ojos inmensos reprochándome sin palabras mi torpe manera de andar. Tiene los ojos marrones y algo estrábicos, un poco, no mucho, queda bonito: alarga su mirada, le da profundidad y cierta flechada sensación de viscosa lujuria. Es una mirada que titila como un imán ante una mina de hierro caliente.
Con cuidado, si tengo valor, abro la puerta acristalada para ver su sombra echada. Otras veces me conformo con adivinar su contorno en el cristal. La cabeza reposada en el almohadón azulón, ya muy sudado por años de siestas, su largo cuello blanco retraído y la turgente curva pronunciada de sus pechos que acogen, a veces, sus piernas ovilladas. Pocas veces. Creo que le gusta más tenerlas estiradas, ligeramente abiertas. Me gustaría saber si preferiría que le comprara un diván, pero dudo. Romper su figura estática, ya fabricada en mi mente, e inventarme una nueva me parece una labor ingente. Es mejor dejar las cosas como están.
Al volver por el pasillo con el pijama ya puesto y la bata marrón mi primer deseo es lúbrico y carnal: abrir la puerta y echarme sobre ella, desnudarla. Nunca lo hago. Prefiero que sea ella quien llegue más tarde a la cama, con los ojos velados de sueño y trastabillando con fotos, cuadros y figuras de sal cruda, e invente lo que quiera, juegue o no hago nada y se duerma a mi lado respirando suavemente, como si elevara una pluma o fuera un fantasma. Alguna noche se lo hago con gran vergüenza. Ella no dice nada, ni siquiera gime, aunque noto sus inmensos ojos atravesándome el cráneo, mirando directamente al techo donde desfilan burlonas luces proyectadas. De niño me aterraban. También me he masturbado a su lado estando seguro, muy seguro, de que ella dormía profundamente. Nunca me ha dicho nada. Debe dárseme bien manejar y, al mismo tiempo, ser silencioso. Costumbre.
Lo que más me sucede es soñar con ella. Curioso dado que la tengo tan cerca. La sueño moviéndose, riéndose, haciendo puerilidades: columpiándose, caminando por un campo, hablándome con su media voz de cotorra de algo relacionado con el perdón y la vuelta al amor. También veo a sus padres. Nos tomamos un pelotazo de whisky, la madre un café, y hablamos de años pasados, del día que la madre cayó en el río con su hermana o del tío Tiquio, que hacía estraperlo y que una día iba a Carabé con tinajas de aceite y la Guardia Civil lo detuvo y lo vergajeó salvajemente. También del abuelo que se ahorcó en el corral con la cuerda del columpio. Nunca tengo sueños eróticos con ella. Será que no me hacen falta. Sólo la sueño besándome, pero castamente, casi un beso de princesa cursi o de niña babosa. En los labios, poco más.
Enciendo la radio para prepararme la cena. Desde hace algunos años, tres o cuatro, ya nunca escucho la música que ella ama, ni el programa que empieza con sonido de mar y luego siempre pincha cantantes griegas, artistas de los Balcanes, músicos vagabundos de Irlanda. He vuelto al rock suave, americano y británico, y al Liverpool de los sesenta: los Beatles, los Dakotas, los Pacemakers… Me siento culpable, es verdad. Pero también me pregunto si tengo yo toda la culpa o si el que ella se quede dormida, luego marche pronto a trabajar y casi nunca la vea no habrá influido en que empiece a detestarla, a ella y sus cosas. Antes era distinto todo. Me hablaba y yo escuchaba. Desde la discusión en la cafetería y me viaje a Sant las cosas cambiaron bastante. He de reconocerlo.
De hecho paso la mayor parte del día con Laura. No somos amantes, pero sigo su vida, sus viajes, su ascensión en el banco en que trabajamos. Hace un par de años incluso nos acostamos juntos unas semanas. Fue después de Sant, después de la discusión, después de tanto dolor. No creo que ella nunca lo supiera, aunque esos días estuvo fría y distante y, a partir de ahí, comenzó a alejarse más: tiró mis poemas a la basura, lo sé; las cartas que le escribí, y guardó las escasas fotografías juntos. Dejó de hablarme tanto, sólo lo imprescindible, y cada noche, al volver del trabajo, la casa comenzó a parecer vacía, sola, gigantesca como una cáscara de molusco muerto. Cierto sentimiento de culpa me impidió molestarla, gritar. ‘Es mejor’, pensé, ‘que vivamos así muchos años’. ‘Esto debe de ser la felicidad’.
Alguna vez, ante el televisor apagado, leyendo, sueño con ella. Me estremezco y el libro se me cae de las manos, y me quedo muy quieto auscultando el silencio por si fuera real. Pero nunca lo es. Me imagino a mí mismo abriendo la puerta de casa y sorprendiéndola dormida. ¿Eso era la felicidad? Sonrío como una bestia y vuelvo a pensar en Laura. La llamo, charlamos un rato y enseguida comenzamos a reírnos de la bruja.