viernes, 8 de diciembre de 2006

"Cumbres borrascosas", de Emily Bronte


“Cumbres borrascosas” se abre y se cierra con el nombre de Heathcliff, auténtico protagonista absoluto de esta novela; 34 capítulos más tarde le tememos después de haber conocido los aspectos más esenciales de su vida menos uno, su nacimiento, en la voz de varios narradores, nos despedimos de la monumental obra con su nombre entre los labios, aún presente entre el brezo y las campánulas, en la más apacible tierra que uno podría imaginar jamás y donde, qué paradoja, hemos vivido uno de los mayores dramas románticos de la literatura de todos los tiempos: el del amor imposible y despechado de Heathcliff por Catherine Earnshaw.

¿Pero quién es Heathcliff, este fascinante personaje, este “gran compañero”? En la trama el señor Lockwood, primer narrador interpuesto por Bronte, lo describe como “un gitano de tez aceitunada con el aspecto, el atuendo y los modales de un caballero”. ¿Y qué hace un “gitano”, regidor de una casa señorial, en plena campiña inglesa durante época victoriana? Tenemos que retrotraernos años atrás, en un largo flashback la autora, a través ahora de una vieja criada, la señora Dean, cuenta cómo el niño Heathcliff es encontrado vagando por las calles de Liverpool, abandonado y desnutrido, por el señor Earnshaw, amo a la sazón de la bucólica mansión Cumbres borrascosas. Su llegada a la hasta entonces apacible mansión inglesa supone el equivalente a un huracán emocional: mientras que Hindley, el hijo mayor, le rechaza abiertamente, Catherine, su hermana, desarrolla con él una complicidad que con el tiempo se convierte en una relación abrasiva y tormentosa de dependencia mutua a lo largo de toda su vida hasta la muerte. Frente a la vieja moral y orden victoriano, la irrupción de este ser marginal que atesora las propiedades más características del macho: su virilidad, su fuerza física, su capacidad de amar ardientemente, de ser libre a toda costa, provoca la ebullición de la libido de Catherine. Si todos los personajes “naturales” masculinos podemos cortarlos por el patrón de la “feminidad” y todos los femeninos por el de la “represión”, Heathcliff choca visceralmente contra ello al ser el único personaje no unidimensional sino complejo y poder triturar entre sus grandes manazas de tahúr el viejo orden para instaurar uno nuevo bajo su tiranía, dictadura que no es mucho más repulsiva que la de las buenas costumbres.

La libertad y la sexualidad que Heathcliff representan no son, de todos modos, parámetros adecuados para una mujer respetable, y Catherine acabará casándose con el hijo de los Linton, Edgar, magistrado de la región y heredero de la cercana Granja de los Tordos, segundo foco de la narración y mucho más “serena”, por contraste a la ya eufónicamente tormentosa Cumbres borrascosas. Éste es el pecado original que refunda toda la novela, la herida prístina que anuda el nudo de la tragedia: si por algo se conoce a “Cumbres borrascosas” es por ser la gran novela romántica del amor despechado de Heathcliff hacia Catherine y de cómo este amor se convierte en un odio brutal y acervo hacia los que Hethcliff juzga culpables de su desdicha: los Earnshaw y los Linton. Toda la ficción pasa así de una historia de amor más o menos convencional a una arrebatadora apuesta por el odio, el despojamiento y la aflicción. Esta es la gran novela del odio, página a página el “lenguaje del odio” se entremezcla en nuestros oídos con el de la pasión arrebatadora hasta confundirlos y hacer enloquecer a los personajes y, por otra, a los lectores si Emily Bronte no hubiera tenido la delicadeza de distanciarnos de la acción principal y ponernos a salvo mediante los narradores interpuestos que descargan el peso emocional en sus oyentes ficcionales y no en nosotros. Ese pequeño matiz, pequeño pero genial, salva a la novela de convertirse en un folletón exagerado y la eleva a unas cuotas de filigrana literaria impresionantes.

Ha resultado curiosa a la crítica conocer los orígenes de una historia ruda, salvaje, tremebunda e infernal como la de “Cumbres borrascosas”, forjada en la mente de una mujer, Emily Bronte, de breve vida sosegada y asexuada que escribió esta sola novela y los poemas acerca de Gondal y vertió en ella quizá por una parte su pasión insatisfecha, por otra el horror de vivir atrapada en unas rígidas costumbres y un paisaje humano atonal y rutinario y, por fin, el amor profundo hacia su hermano, al que acompañó a la tumba al poco de acabar el escrito, y del que puede ser que tomara, borracho y perdido, el modelo de Heathcliff.

Tras pasar varias semanas perdido en “Cumbres borrascosas” me queda la sombra de este terrible hombre enamorado, Heathcliff, todo un icono depravado de la literatura universal, y de su convencimiento de que, en otra vida, se reencontrara con su amada. ¡Qué noble, qué divina aspiración! ¿Es Heathcliff un ser infernal, como cree la criada al final, o el producto del desamor, de la desconfianza que suscita nada más llegar a su nuevo hogar?, ¿un tirano o una víctima? Recomiendo encarecidamente la lectura de este clásico de la novela romántica inglesa decimonónica, que está un paso más allá de las especulaciones amorosas alegres de Jane Austen y anticipa, en su desolación, en su existencialismo agónico, las mejores paginas del siglo XX inglés. Virgina Woolf entre otros. Aún me pregunto cómo puede inquietarnos tanto su lectura a quienes cabalgamos por su apacible tierra.

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